Café Montaigne 311: Salud mental, en el abismo de la locura
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¿Qué hacer con la vida? Pues eso, vivir, pero al parecer, al día de hoy, no se puede y pocos quieren vivir. La salud mental está colapsada. No hay humano sano, al parecer. Tiene que ver con la alimentación, la maldita pandemia del COVID-19 −de la cual se arrastran cada vez más secuelas−, la interacción o irrupción de las redes sociales y los dispositivos electrónicos en nuestra vida cotidiana y, claro, las famosas vacunas de agua de horchata en las venas de los humanos, los cuales siguen cayendo muertos e infartados en segundos. La salud mental está en el abismo de la locura. Ya no es metáfora, es una realidad.
Lo he contado antes: Nacido en 1925 en Virginia, Estados Unidos, el narrador William Styron es uno de los autores norteamericanos más influyentes del siglo 20. En 1967 ganó el Premio Pulitzer por “Las Confesiones de Nat Turner” y el American Award por “La Decisión de Sophie”. En el verano de 1985, Styron se vio afectado por persistentes insomnios y una inquietante sensación de malestar, primeros signos de una depresión profunda que abismaría su vida y lo llevaría al borde mismo del suicidio.
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La historia la cuenta el propio novelista en su libro “Esa Visible Oscuridad”, un libro y testimonio portentoso que nos enseña más que las recetas triviales de psicólogos y terapeutas. Fiero y doloroso testimonio donde narra y describe su devastadora caída en la crisis depresiva, conduciéndonos en un viaje sin precedentes a los dominios de la locura.
El libro es un retrato íntimo y estremecedor de la agonía (entendida esta en su sentido etimológico de lucha) por la que hubo de pasar Styron en tan dura prueba, así como un análisis profundo de una enfermedad que afecta a millones de seres humanos, pero que aún sigue siendo ampliamente incomprendida.
Leamos un párrafo esclarecedor de William Styron: “Desde la antigüedad –en el torturado lamento de Job, en los coros de Sófocles y Esquilo– los cronistas del espíritu humano han venido forcejeando con un vocabulario que pudiera dar expresión adecuada a la desolación y a la melancolía. En el discurrir de la literatura y el arte, el tema de la depresión ae ha mantenido como un perpetuo hilo de desdicha –desde el soliloquio de Hamlet a los versos de Emily Dickinson y Gerard Manley Hopkins, de John Donne a Hawthorne y Dostoyevski y Poe, Camus y Conrad y Virginia Woolf. En muchos de los grabados de Alberto Durero hay espeluznantes descripciones de su propia melancolía; las maníacas estrellas giratorias de Van Gogh son las precursoras del hundimiento del artista en la demencia y la extinción del yo. Es un sufrimiento que tiñe a menudo la música de Beethoven, de Schumann y Mahler, e impregna las cantatas más sombrías de Bach”.
Este pozo sin fondo llamado melancolía está fielmente retratado en los conocidos versos de Dante Alighieri, otro atormentado que está en mejor estadio que el nuestro: A mitad del camino de la vida/ vine a encontrarme en una selva oscura,/ con la derecha senda ya perdida. Para los que han experimentado el horror de la melancolía (incluyéndome, usted lo sabe), saben de las formas más terribles del dolor y sufrimiento, un dolor y sufrimiento que se aloja –como bien lo escribió otro angustiado llamado Malcolm Lowry– en aquella parte que solemos decir que es el “alma”.
ESQUINA-BAJAN
Hace pocos días hubo un suicidio de una joven madre saltillense, pero avecindada en Monterrey, específicamente en San Pedro Garza. Acababa de tener a su hijo, por lo cual le dio eso llamado en latín “Post parto animale triste”. La señorita no soportó la tristeza y, en un descuido de su familia, agarró el auto familiar, se fue al llamado puente “Atirando” y a plena luz del día se aventó al vacío, al lecho del río Santa Catarina. Un suicidio más. Una tragedia y dolor colosal.
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Uno de sus familiares, gran amigo mío, tuvo a bien comunicarse y me platicó las circunstancias del caso. Mi amigo, terriblemente abatido, me recordó que en este tema, como otros, he sido el primero en señalar del flagelo y gran problema en que se ha convertido. No hay palabras para reconfortar a quien padece melancolía, tristeza, el estar “atiriciado”, es la célebre Ictericia del siglo 16. Pero lo interesante y algo importante, mi amigo me lo contó en días posteriores: el abuelo de la señorita, se suicidó. Luego se suicidó un tío directo de ella. Y relativamente hace poco tiempo, aquí en Saltillo. Pregunta obligada entonces: ¿Hay un gen, un ADN, un maldito bicho que nos habita y heredamos ese gen del suicidio en algunos casos?
Pregunta nada baladí en la cual no se ha profundizado cabalmente. Y como siempre, son los poetas y literatos, y no los merolicos de la superación personal o psicólogos descarriados del conocimiento serio y dilatado, quienes nos cuadran un puzle maldito y turbulento: hay un escritor, Jeffrey Eugenides (norteamericano), quien, basado en un hecho real, escribió una novela policiaca inquietante: “Las vírgenes Suicidas”. ¿Tema? En un año pretérito (y en el lapso de ese año), las cinco hijas de la familia Lisbon... se suicidaron.
LETRAS MINÚSCULAS
El pasado 21 de septiembre y con apenas tres horas de diferencia, se suicidó una niña de 20 años, Karla Castro. Luego, Francisco Rodríguez, de 28 años. Así andamos.