Campanarios y campanas

Opinión
/ 10 abril 2024

Yo amo las campanas. Me habría gustado ser campanero en un pueblo pequeño. Movido por ese amor a las campanas vencí una vez la invencible acrofobia que padezco −temor a las alturas−, subí al campanario de Nuestra Señora de París y toqué (solamente con la mano) la gran campana “María”, cuya voz se oye, dicen los parisinos, a 40 kilómetros de distancia.

Amo las campanas. En Brujas, ciudad belga que conserva el encanto del pasado, escuché una noche un concierto de carillón. Desde la negra y alta Torre del Comercio, cuya edad es la misma edad de la Edad Media, caían las notas una a una, pausadas y lentas, sobre las aguas quietas del canal.

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Otro concierto de campanas oí, en Puebla. Levítica ciudad es ésa, como Querétaro, Morelia y San Luis Potosí. (Saltillo no, gracias a Dios). Cuando en Puebla hay concierto de campanas se acalla el ruido urbano, y los poblanos oyen el diálogo de los mil bronces que hay en la angélica ciudad.

Era yo reportero −es decir, era yo periodista−, y me invitó monseñor Felipe Torres Hurtado a visitar la iglesia del Santo Niño de Peyotes, en Villa Unión. Tenía proyectado aquel visionario sacerdote convertir el pequeño santuario en sitio de peregrinación, sobre todo para la devoción de los paisanos, es decir, de los mexicanos que viven en “el otro lado”.

Fui allá, y tuve como alojamiento un pequeño aposento, casi una celda monacal, en lo alto de la iglesia, junto al campanario. Todas las mañanas me despertaba la sonorosa voz de la esquila parroquial. Yo la oía llamar a la primera misa, y me parecía que con su voz se despertaban todos los seres y las cosas de este mundo y los otros.

Hallé en un viejo libro unos versos latinos. En ellos habla una campana, y nos dice lo que hace:

Laudo Deum verum.

Plebem voco.

Congrego clerum.

Funera plango.

Fulgura frango.

Sabbata pango.

Est mea cunctorum

terror vox daemoniorum...

*

Alabo al Dios verdadero.

Llamo al pueblo.

Reúno a los clérigos.

Lloro en los funerales.

Disipo al rayo.

Proclamo las fiestas

Es mi voz el terror de los demonios...

Ya las campanas no hablan como antes. Ya no creemos que sirven para alejar la amenaza de los rayos y para conjurar a los demonios. Ya no se escucha el Ángelus, ni se detiene la gente para persignarse y recordar que el ángel del Señor anunció a María... A veces, sin embargo, el viajero afortunado encuentra en su camino la voz de una campana.

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En San Miguel de Allende suena todas las tardes, a las 7 y media, una pequeña esquila que tiene voz como de agua o de cristal. Hace muchos años un rico señor constituyó un legado para que a ad perpetuam, para siempre, sonara una campana a esa hora, la hora en que murió su esposa amada. Y sigue sonando todavía la campana, pues aún dura el dinero con que se paga a quien la hace sonar. A ese toque de las 7 y media la gente de San Miguel lo llama “las 8 chiquitas”.

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