Chismes sabrosos: de infidelidades de tiempos pasados y presente

Opinión
/ 10 agosto 2023

Nunca faltan vecinas oficiosas. Una de ellas le dijo a doña Chala que su marido tenía amores con una pelandusca.

-Qué importa −respondió ella−. Al cabo eso que tiene mi marido no es jabón que se gaste.

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Otra señora rezaba una oración llena de sabiduría:

-Señor: que mi marido no me engañe. Si me engaña, que yo no me entere. Y si me entero ¡que me importe una chingada!

Yo no estoy en contra de los chismes: la mayor parte son muy buenos. Demasiado buenos para ser verdad. Dos hombres son suficientes para sostener un diálogo, pero al menos se necesitan tres mujeres para dialogar: dos para la conversación y una tercera, ausente, para servir de tema. Lo que no me parece justo es que con el pretexto de abrirle los ojos a Fulana sus amigas le cuenten lo que por otro lado hace su Fulano. Al Padre Ripalda se le olvidó poner la discreción entre las obras de misericordia. No soy Doctora Corazón ni Querida Abby, pero mi recomendación a una mujer que sabe de la infidelidad de algún marido ajeno es que se calle. O, si el secreto no le cabe en el pecho, lo diga en una olla, la tape y luego la entierre en el jardín, o la guarde en el rincón más oscuro de la casa.

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En Saltillo, igual que en todas partes, los maridos hemos ido cambiando para bien. Ganas me dan de reír cuando alguien me dice que en cuestiones de moralidad todo tiempo pasado fue mejor. Se engaña quien eso afirma, o no está bien informado. En la generación anterior a la mía era cosa frecuente, y aun normal, que muchos hombres tuvieran casa grande y casa chica. Hasta hubo una película con Dolores del Río que se llamó así: “La casa chica”. Eso no era mal visto: se toleraba, se admitía. Alguien iba a buscar a tal o cual señor en el domicilio conyugal, y su esposa le decía a la criada: “Dile que está en la otra casa”. Ahora, no sé si por evolución espiritual o por la crisis económica, ya nadie tiene casa grande y casa chica. Todos tenemos casa chica nada más, pero decente.

Antes era común que los señores se pasaran las horas en la cantina. Ahí se arreglaban los negocios. Sé de una sucesión gubernamental que se pactó en cierto congal famoso de Saltillo cuyo nombre no digo por prudencia. ¿Podría arreglarse ahora un asunto político de esa importancia en una casa de lenocinio? No digo que no; lo que quiero decir es que tanto las cantinas como las casas de mala nota y los amancebamientos ya no disfrutan de la patente de aprobación social que antes tenían.

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Ahora se hila más delgado. Aquel que tiene dos familias acaba por no tener ninguna, y el hombre que anda en aventuras de colchón se expone −por aquello de la igualdad de los sexos− a que su mujer le demuestre que ella también tiene su corazoncito y todo lo demás. Antes había “borrachitos”; ahora hay alcohólicos, y eso se oye muy feo.

No es que seamos más morales que nuestros antepasados. Lejos de mí tan temeraria idea. Eso sería faltarles al respeto a los ancestros que llevamos sobre el lomo. Lo que quiero decir es que de la cintura para abajo todo tiempo pasado fue igual. Y me atrevo a pensar que lo mismo sucederá en el futuro.

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