Ciencia y arte en Saltillo
En ocasiones el espíritu humanista de Saltillo ha chocado con el aliento científico y positivista. La mejor muestra de ese choque entre las letras y el rigor de la ciencia la he encontrado en páginas de don Artemio de Valle Arizpe. Hay un escrito de él que no aparece en la recopilación de sus obras completas, y que por tanto es poco conocido. Se trata del prólogo que puso a un libro impreso en homenaje de don José García de Letona, maestro también del Ateneo, hombre de letras y discursos.
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Este infortunado señor perdió las facultades de la mente al llegar al ocaso de su vida, y dio en peregrinas ocurrencias. Publicó en 1914 una gran hoja volante impresa en papel de china anaranjado −yo tengo entre mis más preciadas posesiones un ejemplar−, y en esa hoja dio a conocer un “plan maestro” que detendría el avance de los americanos y acabaría de una vez por todas con su constante ambición de invadir a México. Entre las medidas que proponía el señor Letona estaba llenar jaulitas con el insecto propagador de la fiebre amarilla y abrirlas al paso de los americanos. También sugería levantar una gran malla metálica, electrificarla y accionar un switch cuando los invasores llegaran a esa cerca, con lo que todos perecerían electrocutados.
Proponía también don José soltar perros rabiosos en los campamentos enemigos. Sugería adquirir del conde Zeppelin algunos dirigibles a fin de atacar con ellos las ciudades de Washington y Nueva York. Pensaba que sería bueno contratar en calidad de mercenarios a un millón de soldados japoneses, que por su corta estatura serían blanco difícil para los fusiles de los americanos. Su más interesante propuesta, sin embargo, era la que consistía en inficionar con virus de horribles enfermedades vergonzosas a heroicas y bellas voluntarias que se sacrificarían por la Patria ofreciendo su cuerpo a la lascivia y concupiscencia de los yanquis para exterminarlos por medio de aquellos males secretos y temibles.
Don Artemio escribió, ya lo dije, el prólogo de este libro. El texto es muy interesante, porque refleja la visión de una especie de clima intelectual saltillero, en el cual las letras y las humanidades eran muy apreciadas, mientras que a las ciencias exactas se les veía con despego no exento de temor. Leer el texto de don Artemio es ejercicio deleitoso:
“... Las terribles matemáticas pretendía enseñarlas un ser absurdo, que gruñía siempre, presa de un rencor negro. Era un hombre barbado, áspero de condición, rudo, alharaquiento, de cerebro espeso. Octavio López era el nombre y apellido de ese piloso sujeto. Era un Sancho ramplón, que cuando veía que alguien iba a sobresalir, se colgaba a sus pies como una pesa de cien kilos. Así se atravesó, feroz, ante muchos alumnos inteligentes, con el insuperable obstáculo de su Geometría Analítica y de su Cálculo Infinitesimal, suyos solos nombres sobrecogen el alma; les desviaba la vida que tenían enderezada hacia las carreras de Leyes o de Medicina, nada más que por malos propósitos.
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“Las clases las daba a grito pelado, con voz de pregonero en plaza o con alaridos de incivil comanche. Si algún muchacho no entendía lo que el don Octavio se afanaba también en querer comprender, se llenaba al punto de inmensa desesperación, se metía entre ambas manos en la crespa barba, rascábase con furia y empezaba a dar tales voces, que, de fijo, deberían oírse hasta la estrella Sirio. Él tornaba a explicar; pero no, no era así. Leía y volvía a leer sus tremendos textos en la soledad de su casa, y luego lo que absorbía lo espetaba como cosa propia, y como se le iban de la memoria palabras, frases enteras, quedaba un galimatías incomprensible que ni el más lince iba a adivinar. Y de allí su calamitosa irritación. ‘Ninguna Ciencia, en cuanto Ciencia, engaña, dice Cervantes en el Persiles, el engaño está en quien no la sabe’. Sacaba la ronca voz de su garganta y cuajábase en el acto una tempestad furiosísima y la clase se hundía con relámpagos y truenos y todas las carnes temblaban de espanto, como hojas de álamo en vendaval...”.
(Continuará)