Maldiciones
Regresa el señor cura al pueblo. Ha estado en la visita mensual que hace a los ranchos comarcanos. En un viejo guayín tirado por una vieja mula y conducido por un ranchero viejo se encamina el señor cura a su parroquia.
Debe llegar temprano al pueblo. Lo aguarda Su Excelencia, el señor Obispo. Con él tendrá una junta en la que tratarán el asunto de las obvenciones. Cuestión muy importante es esa, pues quien en la iglesia canta de la Iglesia yanta. Le pide al ranchero que inste a su mula a ir más aprisa.
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-Vamos, animalito de Dios −le dice el cochero a la mula con tono franciscano.
La mula parece no escuchar. Toma un pasillo lerdo. A ese paso llegarán a su destino al otro día. Para colmo llovió mucho el anterior, y el camino es un fangal en donde resbalan los cascos de la mula y las ruedas del guayín. Se llama así el guayín debido a que los primeros que llegaron procedentes de Estados Unidos tenían un letrero en la escalerilla: “Way in”. Algo así como “Por aquí se sube”. El diccionario de la Academia no registra la palabra “guayín”, pero sí la recoge don Francisco J. Santamaría en su utilísimo “Diccionario de Mejicanismos”.
A esa divagación lingüística estaba entregado el escritor cuando quizá por su distracción las ruedas del carromato cayeron en un profundo bache. La mula se detuvo.
-Hijo −pidió nervioso el señor cura a su rural auriga−. Anima a este animalito para que siga su camino.
-Anda, mulita −volvió a suplicar el ranchero−. Por caridad de Dios, muévete ya.
El animal no movió ni las orejas.
-¿Qué le pasa? −preguntó inquieto el sacerdote.
-Lo que sucede, padre, es que la mula no me entiende. Necesito hablarle como le hablo siempre.
-Pues háblale así, hijo mío −autorizó el señor cura−. Necesito llegar temprano al pueblo.
-¿De veras da usted su permiso, padrecito? −preguntó inquieto el ranchero.
-Lo tienes, hijo mío, con mi nihil obstat. Anda; háblale a tu mula como acostumbras. El caso es que nos saque de este atolladero.
Entonces, ante el atónito y consternado párroco, el cochero dio voz a una sarta de maldiciones y blasfemias como el señor cura jamás había escuchado. Con fragor de trueno prorrumpió el hombre en pesadísimas pesias y horribles dicterios furibundos. Hostias iban y venían; los nombres sacratísimos de Dios y de la Virgen sonaban en aquel espantoso vocerío. Ni los moros seguramente maldijeron nunca igual.
Pero dio resultado la diatriba. La mula, asustada por aquellas palabras tan palabras, hizo un segundo esfuerzo y sacó al guayín del bache. El señor cura, preocupado, dijo al ranchero:
-Hijo: has incurrido en varios pecados: blasfemaste; maldijiste; tomaste el nombre de Dios en vano. Tendré que darte ahora mismo la absolución, remedio salutífero contra la grave culpa en que incurriste.
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Apenado, el ranchero inclinó la cabeza, y el sacerdote pronunció la fórmula de la reconciliación:
-Ego te absolvo...
Luego siguieron el camino. Pero no habían avanzado mucho −declinaba ya la tarde− cuando el guayín volvió a caer en otro hoyanco. Angustiado por la tardanza que llevaba, el señor cura no lo pensó dos veces. Trazó sobre la cabeza del cochero el santo signo de la cruz, y díjole:
-Hijo mío: Ego te absolvo por adelantado. Échale otra vez las maldiciones a la cabrona mula.