Ciudades malditas (1): El origen
Se lo he platicado un par de ocasiones anteriores: las ciudades desde su concepción, desde su nacimiento; vaya, desde el Génesis (4:17), nacieron malditas, son malditas. Repasemos lo conocido por usted: a la letra la Biblia dice: “Caín... habitó en tierra de Nod (errante, es la traducción), al oriente del Edén. / Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio luz a Enoc; y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo, Enoc...” (Génesis 4:14-18).
Jehová castigó a Caín por haber matado a su hermano, Abel. El Dios iracundo del Antiguo Testamento le puso una señal en la frente para no ser tocado por alguien, jamás. Por esto las ciudades son malditas, fueron fundadas por un asesino. Pero note usted lo siguiente, Enoc, el hijo, “caminó” con Dios (Génesis 5:24) y fue transportado al cielo (Génesis 5. 18-24). Las ciudades nacieron malditas, pero el varón Enoc como tal, aunque fue hijo de un asesino, fue salvado e incluso “transportado al cielo”. Aquí hay una aparente contradicción con una idea la cual luego se dice en la Biblia (el uso o no uso de las bendiciones), pero posteriormente lo abordaremos en otro texto en nuestra tertulia sabatina de “Hablemos de Dios”.
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Cuando perfilé este ensayo en entregas periodísticas, “Ciudades malditas”, fue inmediata la respuesta de usted, estimado lector, el cual me favorece con su atención. Decenas de comentarios me llegaron con la intención de acometer este proyecto. Cosa la cual y a trompicones, hoy inicio. Y claro, vamos a crecer juntos con su lectura y comentarios al respecto. Pero lo anterior, el escribir y describir del origen de las ciudades malditas, tomando como pie de vida y origen la Biblia, es algo unilateral, aunque perfectamente aceptado históricamente. Y mi teoría del nacimiento de ciudades malditas no es sólo mía, la he leído en varios autores, uno de ellos, el narrador y filósofo Fernando Savater.
La vida bucólica de nuestro pasado inmediato, casi ha terminado por completo. La vida campestre, feliz y al natural, es sólo un pálido recuerdo: hoy habitamos las ciudades. Y hay ciudades las cuales pueden cambiar el curso de la historia de la humanidad toda. Pienso en tres a vuela pluma: Tarso (donde se educó y nació Pablo, aunque en ese entonces como judío, era Saulo. Y usted lo sabe, sobre sus hombros se fundó el cristianismo. No por algo, muchos dicen de un motivo: la Iglesia de hoy no debe llamarse cristiana, sino paulina), París (la ciudad luz para crear de escritores, pintores, filósofos, músicos, poetas), y en nuestros tiempos modernos, Nueva York (esa musa de la cual todos abrevan, la musa en la cual se ha convertido la ciudad ya mítica de Nueva York.).
A las ciudades se les detesta y se les ama por igual. Es como el amor con las musas en mi caso. No podemos vivir sin ellas. Tampoco con ellas. Lea usted lo siguiente de Alfonsina Storni, poeta y suicida ella:
Tengo sed tan salvaje que me quema la boca
Y ansío beber agua que brote de la roca.
Persigo las corrientes para bañar la piel,
Alimentarme quiero de rosas y de miel.
Dormir sobre los musgos, ignorar la palabra,
Y tener dos amigos: un cisne y una cabra.
ESQUINA-BAJAN
Claro, usted ya lo notó inmediatamente: es la famosa agua la cual hizo brotar Moisés de la roca al sonido o quebrantamiento de su palo o cayado de mando. Por esto, y no otra cosa, la poesía abre puertas secretas, y la alta y buena literatura siempre nos dará pie para ver la vida diferente, una vida mejor a esta, la cual se abre ante nuestros ojos en estas ciudades malditas.
Hablo de la literatura y la poesía como si hablara de mis parientes pobres o ricos, da igual. Pero, a mí esto lo cual me funciona no necesariamente le va a funcionar a usted, señor lector. Lo repito, cada quien debe de hurgar en su interior y encontrar su camino. Mejor la frase: tener varias bifurcaciones y caminos listos para andar. Leamos de nuevo a la gran Alfonsina Storni en un terceto amargado y precioso:
Pellejo muerto, el sol, tumba al cabo
Como un perro girando sobre el rabo,
La tierra se echa a descansar, cansada.
Así andamos todos ya: las sombras de la ciudad y la vida nos devoran y nuestra lengua no pocas veces atrae un “betún de muerte”. Por esto necesitamos aferrarnos a nuestros faros y guías. Aun en su podredumbre, las ciudades pueden salvarnos de las tempestades. Así como hay ciudades malditas, ¿hay ciudades divinas o benditas? Cada quien tendrá su opinión al respecto. Yo me debato ante el anterior dilema. Creo, sí, hay algunas. Ya desaparecieron, por lo demás.
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A mi pálido juicio, dos identificables. O tres. Son Jerusalén (hoy en llamas), también llamada “la ciudad de Dios” o la “ciudad de David”. Belén, donde vivió el mismo Rey David y nació Jesucristo, y Bet-El, “la casa de Dios”. Las ciudades no se pueden olvidar: van con nosotros, dentro de nosotros. Es aquello lo cual tomamos prestado del poeta Antonio Deltoro:
LETRAS MINÚSCULAS
“Yo no te olvido / quiero caer dentro / junto contigo”. Vamos iniciando.