Civismo, un desafío para los mexicanos
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El diccionario Oxford define civismo como: “Comportamiento de la persona que cumple con sus deberes de ciudadano, respeta las leyes y contribuye así al funcionamiento correcto de la sociedad y al bienestar de los demás miembros de la comunidad”. Tengo entendido que la clase de civismo ya no forma parte del programa de estudios de muchas escuelas secundarias en México y eso suena mal. Pero es aún más preocupante y hasta alarmante saber que muchos de quienes crecimos en los ochenta y noventa SÍ tuvimos clases de civismo y, viendo cómo se da la convivencia cotidiana en las calles y lugares públicos de México, podríamos concluir una de dos cosas: a) que no aprendimos o entendimos nada; b) que la convivencia entre ciudadanos y la cultura cívica solamente empeorará conforme los niños y jóvenes que no tienen clases de civismo se conviertan en adultos.
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Apenas hace unos días y en el transcurso de una semana, tuve oportunidad de vivir directamente tres caras de “la moneda” del civismo y la convivencia de ciudadanos. Ver directamente dos ejemplos simples de lo que es un nivel muy básico de cultura cívica en México y enterarme, por medios noticiosos, de un extremo negativo cuando hay ausencia no sólo de cultura cívica, sino de autoridad (real y moral) de quien debería mandar y ejercer el “cumplir y hacer cumplir”, que parece sigue siendo una aspiración o sueño en nuestro querido país. En días recientes, dos huracanes consecutivos, de distinta escala y gravedad, golpearon el litoral del Pacífico en México. Norma llegó a Baja California Sur y unos días después Otis hizo pedazos a Acapulco. Al mismo tiempo, en Monterrey, no hubo huracanes, no hubo tormentas, solamente hubo lo que deja la combinación de varios millones de personas con poco o nulo civismo, una autoridad ausente y una planeación e infraestructura plagada de embudos.
Así, me di cuenta de que, en La Paz, Baja California Sur, el huracán Norma dejó daños en marinas y puertos y afectación en los servicios básicos. Entre los daños que perduraron unos días después del huracán y que me tocó atestiguar, estaban algunos semáforos de una de las principales avenidas que seguían sin funcionar. Me tocó circular en hora pico por ahí y, para mi sorpresa, ver que en una intersección con semáforos apagados y con decenas de automóviles en fila en cada una de las cuatro esquinas, los ciudadanos, sin oficial de tránsito ni autoridad de por medio, automáticamente optaron por ese “sistema milenario” de dejar pasar a uno de cada dirección a la vez, el famoso “uno y uno”, invento de la humanidad que debería merecer un Premio Nobel o mínimo un Ariel. Con genuina sorpresa le pregunté al chofer del taxi si eso era normal y él, muy seguro y orgulloso, me dijo que “así es como le hacemos aquí en La Paz; podemos tener muchos problemas, pero somos muy civilizados en las calles”.
Un par de días después me tocó circular por las calles de Monterrey (y San Pedro Garza García). Todos sus semáforos funcionando, con cierta presencia de policía o agentes de tránsito, con un nivel promedio de educación y de ingresos promedio seguramente más altos que los de La Paz, con automóviles que en general son más nuevos y mucho más caros que los que se ven en Baja California Sur. Toda esa educación, dinero e infraestructura no fueron suficientes para poner en evidencia lo que es la falta de civismo, cultura vial y solidaridad entre ciudadanos.
En Monterrey, poner una direccional o ceder el paso a un vehículo es percibido como señal de debilidad. Es como meterse a un tanque de tiburones con una pierna sangrando. Esperar tu turno para tomar una salida de un bulevar es de novatos; lo correcto, por lo visto, es irse en doble (o triple) fila hasta el inicio de la cola para ahí dar el “laminazo” (hecho famoso primero en CDMX y adoptado y mejorado en Monterrey) y meterse. Después de todo, esperar tu turno es para perdedores. Nos la pasamos criticando a los gobernantes, muchas veces con razón, pero se nos olvida que muchos de los “detalles” que están mal o que pueden mejorarse en el país dependen de nosotros.
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Una proporción muy relevante de estos temas están en nuestras manos, empezando por la forma en la que llevamos la convivencia cotidiana. No es mala idea pensar en cómo el “uno y uno” que practican en calles de La Paz, sin importar qué automóvil traes, quién eres o a dónde vas, se puede llevar no sólo a todo el país, sino a otros ámbitos distintos a las calles. Ser capaces de ceder y darle el lugar al otro, aunque no lo conozcamos. Pequeños cambios cívicos de ese tipo pueden, en el mediano y largo plazo, hacer una diferencia significativa para el país.
De la rapiña en Acapulco hablaremos en otra ocasión, pero demuestra que en un país en el que el Estado no ejerce su poder y autoridad, la regresión a costumbres de un mundo no civilizado es inevitable. No hay civismo, no hay reglas, y si las hay, no se respetan o hacen respetar... no parece haber autoridad, en el papel o moral.