La educación, está ampliamente demostrado alrededor del mundo, es el mecanismo más efectivo para la movilidad social. Difícilmente una fórmula distinta a la formación educativa puede lograr que un individuo que nace en una familia de escasos recursos escape a dicha realidad.
Por ello justamente, las sociedades democráticas se caracterizan por la construcción de robustos modelos educativos a través de los cuales sus integrantes pueden adquirir una formación que les permita desarrollarse conforme a sus aspiraciones y esfuerzo.
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Pero contar con escuelas, profesores y planes de estudios robustos es insuficiente si el desafío no es atendido de forma integral. Y por integral debe entenderse solamente una cosa: que el modelo se haga cargo de la realidad social de la comunidad en la cual pretende incidir.
El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, relativo al elevado índice de deserción escolar que se registra en nuestra entidad y cuyas causas no son atendidas de manera eficiente por parte de las instituciones públicas responsables de ello.
Y es que entre los elementos que empujan hacia afuera del sistema educativo a muchos adolescentes y jóvenes, se cuentan la falta de recursos económicos, el embarazo adolescente y la drogadicción. No estamos hablando de elementos que formen parte del ámbito escolar, pero que sí inciden en el comportamiento de quienes asisten a la escuela.
Se podrá decir incluso que en los tres casos estamos hablando de circunstancias que no tienen que ver con el sistema educativo, sino más bien con el ámbito familiar y que trasladar a las autoridades la responsabilidad de conductas como el consumo de sustancias prohibidas o la actividad sexual sin responsabilidad es un exceso.
Pero si el problema es visto desde la perspectiva de los derechos y sus garantías, entonces la historia cambia, pues sin duda aparece en el horizonte la obligación del Estado de monitorear los fenómenos que afectan el rendimiento escolar y/o provocan la deserción de los alumnos de las escuelas.
No se trata, vale la pena decirlo, de negar la existencia de responsabilidad por parte de los padres de familia. Tampoco de liberar de todo compromiso a los propios estudiantes, así se sean menores de edad. De lo que se trata es de entender −y asumir− que en materia educativa las instituciones públicas tienen un deber y una meta: asegurarse que todos los integrantes de la comunidad estudien y obtengan el mayor provecho de ello.
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Solamente si dicha meta se tiene permanentemente a la vista es posible modificar los resultados que hoy nos ofrece el sistema educativo y que nos ubica como una sociedad escasamente competitiva.
En particular, es obligatorio garantizar que nadie deserte de la escuela por necesidad económica y mejorar las políticas públicas orientadas a reducir el embarazo adolescente y el consumo de drogas. No se trata de metas imposibles. El problema es que no estamos esforzándonos lo suficiente.