Conocer Saltillo y luego morir

Opinión
/ 1 agosto 2024

“No me quiero ir al cielo, yo vivo en Saltillo”. Así dice Armando Fuentes Aguirre, “Catón”, Cronista de la Ciudad, a quien tengo el privilegio de conocer desde hace 46 años. Gran amor siente él por la tierra en que nació y lo ha sabido transmitir a toda su familia. En una ocasión le comentaba que debido a la instalación en Derramadero de numerosas plantas automotrices, Saltillo parecía ya un Detroit chiquito, pero él, con enérgica voz, inmediatamente me corrigió: “No, estás mal. Más bien Detroit es un Saltillo grande”.

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Yo también quiero mucho a nuestra ciudad. Con gran orgullo digo que soy saltillense, aunque algunos piensen que soy un presumido. Cuando era yo adolescente conocí a un grupo de amigas que vivían en Monterrey. Ellas se burlaban de mi procedencia y me decían que Saltillo era un rancho enorme en donde la vida era tan tranquila que ni las hojas de los árboles se movían. Otras me preguntan si tenemos semáforos para controlar el tráfico o si había cines. En un principio estos comentarios despertaban en mí una furia parecida a la de los gladiadores romanos, pero ahora he tomado una filosofía diferente, pues estoy convencido de que todas esas burlas tienen su origen en un profundo sentimiento de envidia.

Mis padres me dieron la oportunidad de estudiar la carrera profesional en Monterrey. Esta ciudad es bella también. Tiene imponentes edificios y plazas, centros comerciales envidiables y auditorios en donde se presentan grandes espectáculos, pero por nada del mundo viviría allá. Recuerdo que cuando salía de mi última clase de los viernes, inmediatamente regresaba a Saltillo. Ansiaba estar en mi casa y, sobre todo, en mi ciudad. Fue entonces cuando comprendí al abuelo de un amigo que decía: “Entre más ciudades conozco, más quiero a Saltillo”. Él ha ido Londres, ha recorrido las calles de París, ha aspirado el aroma de los canales de Venecia, conoce hasta el último ladrillo del Coliseo Romano y se ha bañado en las aguas de las Islas Griegas, y aun así, no hay lugar que le guste más que Saltillo.

Hace días fui a dar un paseo por la Alameda. Mucho tiempo hacía que no iba a este hermoso lugar, pues pensaba que era muy aburrido y que iba pura gente grande. Para mi sorpresa, me encontré con puros jóvenes, unos de 20 años, otros de 65 y otros de 80, pues todo el que pasea por la Alameda puede sentirse joven al evocar viejos recuerdos. ¿Cuántas historias sabrán los árboles de la Alameda que día a día son testigos de la risa de los niños, de apasionados encuentros amorosos y de la sabiduría de los ancianos? Bien dice mi papá: “Si los árboles de la Alameda hablaran... ¡cuántas cosas callarían!”.

Al graduarme tuve la fortuna de encontrar trabajo en Saltillo. Varios amigos decidieron irse a otras ciudades, motivados por el sentimiento de independencia que caracteriza a los jóvenes. Los primeros meses fueron para ellos una grata experiencia y aprendieron mucho al estar solos y no depender de nadie. Pero después extrañaron tanto que uno a uno van regresando a Saltillo, pues se dieron cuenta de que no querían establecerse en otra ciudad que no fuera la nuestra.

Johann Wolfgang von Goethe, luego de conocer a la más bella ciudad de la región de la Campania, escribió: “Vedi Napoli e poi muori”. Tanto le impresionó la ciudad mediterránea al genio alemán al grado de sentir que en su vida todos sus deseos estaban cumplidos ya luego de conocer Nápoles.

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Qué lástima que el autor de “Fausto” no conoció a Saltillo, pues de lo contrario seguramente diría: “Conocer Saltillo, y luego morir”.

Muchos lugares hermosos e interesantes existen en nuestra ciudad y, sin embargo, los frecuentamos muy poco. Debemos estar orgullosos del lugar en donde vivimos y, sobre todo, debemos conocerlo. Puedo afirmar que muchos saltillenses no conocen el Archivo Municipal, el Museo del Sarape, la Pinacoteca del Ateneo Fuente, el Museo de la Revolución Mexicana o los viñedos que tanta fama han dado a la región.

Aquí entre nos, cuán afortunados somos de vivir en Saltillo.

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