Contra el olvido
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“Cuanto más años lleva un objeto o una costumbre
entre nosotros, más porvenir tiene”.
Irene Vallejo.
¿Cuáles y cuántos son los objetos que nos rodean? Un objeto está definido, según la Real Academia de la Lengua, como todo lo que puede ser materia de conocimiento o sensibilidad de parte del sujeto, incluso es un término que tiene numerosa cantidad de usos, interpretaciones y aplicaciones en muchas y variadas disciplinas. Es el sinónimo de cosa, es decir, según la RAE el sujeto puede convertirse en objeto. Pero, ¿el objeto puede convertirse en sujeto? Si. Le llamamos objetos a las cosas que circundan nuestros pasos pero, no todos ellos tienen la capacidad de significar algo. Dice Irene Vallejo que “no subsisten tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar (la rueda, la silla, la cuchara, las tijeras, el vaso, el martillo, el libro...)” algo así como un inquilino que se niega a irse pero tampoco paga la renta, la autora agrega: “algo hay en su diseño básico y en su depurada sencillez que ya no admite mejoras radicales” es decir, ciertos objetos, ya sea por su utilidad, su función o el material con el que se encuentren hechos, permanecen a través del tiempo y son muestra del devenir de la humanidad. Al ver un objeto, podemos deducir a qué época perteneció por sus características físicas, en una fotografía por ejemplo, se puede saber su edad por el simple hecho de observar el papel en el que fue impresa o las tonalidades de colores que se aprecian en ella. Para que un objeto se convierta en sujeto, debe existir un vínculo entre la persona que lo posee y este. Dichos vínculos en algunas ocasiones son meramente funcionales o utilitarios, pero cuando el objeto se convierte en sujeto de nuestras emociones o nuestro afecto, entonces adquiere otro valor, nos vinculamos con ellos, nos involucramos, nos sujetamos, nos aferramos.
El tiempo es una constante en esta ecuación. A los edificios que conforman la arquitectura de una ciudad les llamamos de forma individual de muchas maneras, pero una de ellas es precisamente: objeto arquitectónico. Dice Marc Augé que “todas las relaciones inscritas en el espacio, se inscriben también en la duración de las formas espaciales simples que (...) no se concretan sino en y por el tiempo” Es decir, la relación que mantenemos con los objetos se encuentran definidas a su vez por el tiempo y en el tiempo. Entonces, ¿nuestro vínculo con un objeto es directamente proporcional al tiempo que lo poseemos?
En la arquitectura, un edificio construye y reconstruye memorias en los espacios, en un bucle sin fin, somos pasado, presente y futuro: recuerdos, vivencias y olvidos. El escritor Elias Canetti explica que “si cada época perdiese el contacto con las anteriores, si cada siglo cortase el cordón umbilical, solo podríamos construir una fábula sin porvenir. Sería la asfixia”. Porque al construir nuestras ciudades, cada objeto arquitectónico que habitamos, cada espacio que nos es significativo se convierte en sujeto de nuestro afecto, nos arraiga y nos da sentido, nos recuerda a algo o a alguien, en lo individual y en lo colectivo. Al involucrarnos con lo que sucede en nuestras ciudades, convertimos los objetos que nos rodean en sujetos, nos implicamos. Al comprometernos con nuestro territorio y los objetos que lo habitan, nos transformamos en sujetos de cambio, porque el espacio que habitamos, no sería sin nosotros, no simbolizaría nada sin el elemento humano, sin nuestro afecto amplificado gracias al paso del tiempo, las ciudades y sus objetos deben habitarse, avivarse, significarse y resignificarse en cada momento para que sean sujetos longevos que forjen cada descubrimiento y estampen su marca en la arqueología de la memoria.