“Hay que cuidar de la vida / Hay que cuidar de este mundo, / comprender a los amigos. / Alegría y muchos sueños / iluminando los caminos. / Verde, planta y sentimiento / Hoja, corazón, juventud y fe”, reza la antigua canción de Milton Nascimento.
Cualquiera de nosotros que haya obtenido un título de licenciatura o ingeniería ha sido al menos por 20 años estudiante, un papel que conllevó la responsabilidad que se resumía en buen comportamiento, calificaciones competitivas, desarrollo de habilidades y al mismo tiempo hacer frente al otro papel: el de hijos de familia, al menos en la mayoría.
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Desde tiempos inmemoriales, la enseñanza ha tenido un papel preponderante en el desarrollo de la humanidad, y los alumnos son la muestra fehaciente de esa necesidad del ser humano de trascender a través del ejemplo y la reproducción de los esquemas que fortalezcan a la colectividad.
A las escuelas indígenas que existieron con antelación a la Conquista, entre ellas el famoso calmécac, se sumaron las universidades españolas que dieron formalidad al desarrollo del idioma y la creación de una nueva cultura que mezcló, ya no sé si lo mejor o lo menos peor, de cada civilización en lo que se llama la mezcla cultural mexicana.
La edad media en México fincó instituciones que a la fecha existen, otras están en el recuerdo de lo útil que fueron en su momento, porque el conocimiento es una revolución que al final vuelve obsoleto lo que no estaba firme ni comprobado.
Mi vida estudiantil fue plena, sin duda con gozos y sombras, con alegrías, esperanzas, melancolía y risa.
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Desde el jardín de niños en el que a través de juegos, rimas y garabatos fui descubriendo el inmenso tesoro de la amistad, la paciencia con que las “seño” iban dirigiendo las primeras manifestaciones del trabajo en equipo y la convivencia de los parvulitos.
La primaria transcurrió entre la formación tanto cívica como de conocimientos, ataviada de la práctica del deporte y afortunadamente en la época de la paz saltillense, esa que nos permitía a niños de entre 6 a 12 años transitar por las calles camino a la escuela 4 veces al día o abordar las destartaladas rutas urbanas, ya sea en el 6, Cinsa, panteones, Juárez, Obregón o Guayulera, para regresar a casa sin preocupación alguna de los padres y mucho menos de nosotros, quienes nos la pasábamos rebanándola mientras absorbíamos la distancia.
Luego la secundaria en la edad más difícil del ser humano, aquella en la que adolecemos de algo y en la que a veces andamos buscando muros para ir a estamparnos, pero afortunadamente en la que las amistades se fortalecen como un refugio abrasador ante la incomprensión de nosotros mismos porque no nos aguantamos ni solos. ¡Haya cosa!
Considero una fortuna el haber atravesado por las etapas de los movimientos estudiantiles más importantes del siglo 20 en esta tierra, y es que aun cuando en el 68 era niño, el arrastre que imprimió a la educación y sobre todo a la dinámica social este movimiento generó una reforma educativa de la que fuimos conejillos de indias, y a su vez originó una capa libertadora en el contexto estudiantil en las universidades y centros de enseñanza superior.
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Lo intolerable se volvió contrario y ya no solamente era el cabello largo, los pantalones acampanados, los zapatos de plataforma, sino las discusiones en clase sobre temas no solamente académicos sino del contexto social. Y ese es el mérito.
En el día del estudiante esperábamos durante horas el paso de los desfiles chuscos, tanto de la Narro como del Ateneo o del Tec Saltillo, escenarios de una crítica social a través de la sátira y del humor, aunque desafortunadamente terminaran en borrachera en la alameda, al menos eran los instantes de una auténtica manifestación de las ideas en la extensión de la palabra. Con melancolía recuerdo cuando fui estudiante y se me hacía fácil todo y difícil nada, sin más armas que los libros, ni más patrimonio que la esperanza.
Que vivan los estudiantes, como dice la canción de Violeta Parra: “¡Que vivan los estudiantes, jardín de las alegrías! /Son aves que no se asustan de animal ni policía, / y no les asustan las balas, ni el ladrar de la jauría. / Caramba y zamba la cosa, / ¡que viva la astronomía! / ¡Que vivan los estudiantes que rugen como los vientos / cuando le meten al oído sotanas o regimientos! / Pajarillos libertarios, igual que los elementos. / Me gustan los estudiantes porque son la levadura /del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura, / para la boca del pobre, que come con amargura”. Que vivan entonces los estudiantes. Felicidades.