Creyente el sexo

Opinión
/ 15 febrero 2024

“Yo querer un juego mexicano que llamarse ‘Chingue a su madre’”. La muchachita que servía como dependienta en la mercería “Detto Duay” se azaró al oír la insólita petición de aquel cliente extranjero. Turbada, fue hacia el dueño del establecimiento y le pidió que atendiera al hombre, pues ella no podía hacerlo. Intrigado, el mercero se dirigió al sujeto y le preguntó qué es lo que buscaba. El visitante repitió su petición: “Yo querer un juego mexicano que llamarse ‘Chingue a su madre’”. El de la mercería, asombrado, le indicó: “No conozco ese juego. ¿Cómo es?”. “Oh, ser muy bonito –replicó el cliente–. Alguien decir: ‘La dama... El soldado... El valiente...’. De pronto uno gritar: ‘¡Buena por acá!’. Y todos los demás decir quedito: ‘Chingue a su madre’”... Me pregunto si todavía se juega en alguna parte ese entretenimiento tan nuestro, la lotería de cartones, que alguna vez fue diversión obligada en ferias pueblerinas y tertulias familiares. ¿Recuerdan mis cuatro lectores la figura del diablito? Tenía una pata de chivo, y de gallo la otra. Y es que ambos animales son considerados lujuriosos, y la lujuria era el pecado más temido por los predicadores, que en la mujer han visto siempre ocasión de pecado para el hombre, tentación que irremisiblemente lleva a los infiernos. Con un macho cabrío tenían trato de fornicación las brujas, y Góngora ponía en el gallo la tacha de lascivo. Al hablar de las gallinas dice: “aves cuyo lascivo esposo vigilante doméstico es del sol, nuncio canoro que, de coral barbado, no de oro ciñe, sino de púrpura turbante”. De memoria he citado esos gongorinos versos. El anónimo autor de un picaresco dístico de pueblo exclamaba con sincera envidia: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, / que nomás se le antoja y se monta a caballo!”. Las iglesias consideraban tabú todo lo relacionado con el sexo, aunque algunos de sus ministros lo corrompieran y degradaran en vil forma. Yo creo en la infinita misericordia del Señor, pero pienso que hay dos personajes que no tienen derecho a ella. Uno es Adolfo Hitler; el otro es Marcial Maciel. Quizá incurro en soberbia al decir eso, pero ya lo dije. Durante muchos años mi iglesia, la católica, se opuso a la educación sexual, y empecinadamente prohibió a sus fieles prácticas como el uso del condón y todas las formas anticoncepcionales que no fueran el método llamado natural, que resultaba tan artificial. De ahí los embarazos no deseados, que devenían en hijos no queridos; de ahí situaciones como la de los embarazos entre adolescentes, problema que en nuestro país alcanza proporciones graves. De sobra está decir que la sexualidad es parte fundamental de la naturaleza humana, como que de ella depende la perpetuación de la especie. Para el creyente el sexo ha de ser visto como creación divina, y así los padres y maestros deben hablar de él a sus hijos y alumnos con naturalidad, sin el insano morbo con que yo tuve que aprender acerca de la sexualidad, en pláticas de esquina y mefíticas lecturas. Desde luego debo decir que en lo relativo al sexo mi generación fue muy afortunada: cuando había sífilis nosotros todavía no, y cuando llegó el sida nosotros ya no. Ningún mal contraíamos que no se curara con dos o tres inyecciones de penicilina. Ahora en el ejercicio sin responsabilidad del sexo hay peligro hasta de muerte. Por eso, y por aquello de los embarazos tempranos, la educación sexual es necesaria, más allá de moralismos necios y pudibundeces anacrónicas. Hagamos como aquel padre de familia que se dirigió a su hijo adolescente: “Hablemos acerca de sexo”. “Cómo no, papá –respondió el chico–. ¿Qué quieres saber?”... FIN.

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