Cuento de Catherine del Biombo 5
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No se escabulló Godínez con vistas a pillar más tarde a Del Biombo en una gran mentira, sino que, como un marido cornudo de principios de siglo, se aproximó a la inesperada pareja. Catherine, al verlo, se zafó del brazo que Pírfano le pasaba por los hombros y le sonrió como si nada. El columnista no conocía a Brendán, pero por la cara airada de éste lo adivinó y se mantuvo un poco por detrás de la erudita, por si acaso. Godínez no se explicaba su propia actitud: estaba deseando perder de vista a Del Biombo, y nada mejor para eso que encasquetársela a otro, aún mejor si se trataba de un sujeto al que despreciaba literariamente. Y sin embargo juzgó que la erudita espectacular todavía era su novia o algo similar, y que mientras no cortaran su relación formalmente, era inadmisible que ella saliera de un hotel de lujo en compañía masculina, por así decir. También pensó que llevaba en sus entrañas un hijo suyo, cuya previda habría sido violentada por un coito repulsivo. Así que a sus traicioneros labios acudió esta estupidez:
“¿No te da vergüenza? Estás embarazada y aun así vienes de una habitación con este tipo. ¿Qué crees que habrá pensado la criatura? Que si su madre hace esto cuando aún no ha nacido, qué no hará en el futuro. Te imaginará capaz de dejarla sola en su cuna y largarte...”. Dudó. “A la bolera”. Brendán seguía guiándose por los lugares comunes de las películas americanas, en las que los personajes frívolos juegan a los bolos cada atardecer. “No estoy embarazada. El retraso ha llegado a su fin”. Brendán no supo si abrazarla de alegría o qué, porque sintió que le levantaba un terrible peso de encima, como nunca había experimentado en su saludable y joven vida. “¿Y cómo no me lo has dicho en seguida?”, le reprochó. “Lo acabo de saber. He ido al lavabo y entonces lo he comprobado”. Esto lo dijo en inglés para que Pírfano no lo entendiera. Y así era, porque el profesor teórico de la traducción sabía leer en varias lenguas, pero estaba negado para hablarlas y entenderlas. Era capaz de comprender a Proust en francés y las tres novelas finales de Henry James en inglés, pero si alguien lo saludaba con un simple “How do you do?”, se quedaba mudo, porque esa frase, pronunciada, no podía asociarla con la misma frase escrita. En todo caso, al observar la gruesa vena que a Brendán le había brotado en la frente, y percatarse de que su constitución era atlética, la cobardía que lo había acompañado desde la infancia se impuso a todo y se apresuró a dar explicaciones:
“Oye, chaval”, le dijo fingiendo condescendencia, “no malinterpretes. Venimos del bar, donde Catherine me ha hecho una entrevista de alto nivel”. Desde su columna era un chulo verbal, pero la violencia o su amenaza le infundían pavor. Nada más decir “chaval”, se arrepintió, por si lo siguiente era un guantazo del atlético venoso. Éste no se dignaba dirigirle la palabra, pero se le escapó: “Ya, horizontal la entrevista, ¿no? O vertical pero en el lavabo, anda ya”. Se volvió a su novia no preñada: “¿Qué, te vienes conmigo o te quedas con ese chincharelo?”. Catherine le tomó la mano y echaron a andar hacia la glorieta de Castelar. Al alejarse volvió la cabeza y con un dedo le hizo a Pírfano el gesto de “Luego te llamo”.
Una vez los dos a solas, en una cafetería de la calle Miguel Ángel, Brendán no pudo evitarlo: “Te he visto hacerle el gesto del teléfono, no te creas que no”. “Claro”, respondió ella. “Para disculparme por la escena. Eres un malpensado. Claro que lo he entrevistado. Su éxito constituye un caso, es excepcional, y es un hombre interesante”. Godínez estalló: “¿Cómo te van a interesar a la vez Benet y ese plumífero? Son incompatibles. Y ni me habías dicho que leyeras a ese plagiario”. “¿Tengo que informarte de lo que leo? Me gusta estar al día de la literatura española, y ese columnista es un fenómeno, eso es innegable. Ya hay trabajos de profesores muy serios sobre Nicolás”. “Ah, Nicolás, qué intimidad, cuando la mayoría de la gente ignora su nombre de pila”. Hubo un prolongado silencio hasta que ella lo rompió: “¿No tienes más que decirme? ¿Sólo vamos a hablar de Lerma?” Godínez se acordó y el rostro se le iluminó. “Entonces, ¿seguro que no estás embarazada?”. “Tan seguro como que he tenido que pedirle a un botones que se acercara a una farmacia. Menos mal que conocía a Lerma y ha ido como un rayo. Iba a ponerlo todo perdido. Veo que te alegras”. “Pues sí, la verdad. ¿Tú no?” Catherine se besó los dientes con aquel gesto que lo irritaba y contestó: “Un poco sí y un bastante no. Si te soy sincera, no descartaba que eso nos llevara a casarnos, antes o después”. Intentó poner una mirada amorosa —a sus ojos azules raros no les salió bien— y añadió: “¿Sabes? Creo que estoy enamorada de ti”. Brendán volvió a asustarse y estuvo a punto de telefonear a Pírfano en el acto para echarla en sus brazos y pedirle mil perdones. Encendió un cigarrillo para pensarse un poco una respuesta que no dejara lugar a dudas y tampoco resultara ofensiva. La pesadilla había regresado y a la vez se sintió complacido.
“Yo no lo creo, en cambio. Eso, eso, eso... Eso es demasiado decir”.
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