Cuento del profesor Pírfano 3

Opinión
/ 10 abril 2022
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Amatriain consideró que el riesgo era escaso y accedió a la vanidosa petición de su antiguo compañero de colegio. De hecho lo impresionó su aplomo, opuesto a la inseguridad del niño feo y dentón que había conocido. “Pero ¿de qué vas a hablar?”, le preguntó intrigado. “De todo, ya lo irás viendo. ¿Cuándo empiezo?” “El periódico sale de aquí a dos semanas. Dispones de ese tiempo para prepararte. Luego no me falles ni un día. Si la gente se ha de hacer adicta, no puedes faltar ni los domingos”.

Pírfano de Lerma se estrujó la cabeza y escribió multitud de borradores que invariablemente acabaron en la papelera. Lo que le salía era convencional, indistinguible de tantas columnas hueras, nada que ver con lo prometido. Tan sólo dos fechas antes de que le venciera el plazo, ya muy apurado, optó por artículos ficticios y osados. En el primero contó que el Rey lo había invitado a almorzar en una tasca de la calle de La Bola (le pillaba a mano del Palacio Real) y, disculpándose poco por su indiscreción, relataba el contenido de la conversación. Puso en boca del monarca frases que éste no había pronunciado; lo hizo hablar de manera campechana con algún taco intercalado, lo cual no era inverosímil dada la secular mala educación de la aristocracia española; lo hizo soltar alguna leve picardía y mostrar gran preocupación por el futuro matrimonio de sus tres vástagos, que aún eran niños: “Me preocupa que mi hijo sea víctima de una aventurera internacional, las hay a puñados, no sabes, Lerma”. Se dirigía así a su interlocutor, por sonarle este apellido algo más noble que Pírfano, aunque también se equivocaba a veces y lo llamaba “Lemos”, por lo mismo. Parecía que se tenían gran confianza.

Aquella primera columna de la sección titulada absurdamente “Para mis adentros y afueras” causó ya sensación, pues los lectores fueron víctimas del espejismo de asistir a una audiencia privada del Rey y de estarle oyendo. Bien es verdad que la mayoría entendió el juego y supuso que todo aquello era una figuración, una fantasía. Pero basta que la gente tenga una versión de lo que le está vedado para incorporarla a su “conocimiento”, a falta de otra, de la verdadera. Y como en 1982 el Rey era aún percibido como alguien envuelto en ceremonial y misterio, se dio por bueno el relato de Pírfano y la voz se corrió en seguida: en el nuevo periódico había un fulano que tenía acceso a la Corona y contaba sus avatares. A la jornada siguiente las ventas de “El Único” se duplicaron, a la espera de nuevas revelaciones en aquella columna.

Amatriain, el director, había recibido una llamada de La Zarzuela, es decir de la Casa del Rey, inquiriendo el sentido de aquella información inventada. Amatriain estaba preparado y respondió presto: “Aclárele a Su Majestad que no se trata de información. Si lo fuera, el título de la pieza habría figurado en redonda, y, si bien se fijan, va en cursiva. Ello indica que es un juego literario. Como si Su Majestad apareciera en una novela”. La persona que llamaba, Montefoscant, le respondió: “Se lo comunico a Su Majestad y le digo algo en seguida”. Montefoscant no tardó, y le transmitió a Amatriain este recado: “A Su Majestad no le parece mal ser un personaje de novela. Dice que así la ciudadanía lo conocerá mejor, sentirá simpatía por él y compasión por su sino: ser Rey es muy duro. Por ejemplo, a Don Juan Carlos lo que le habría gustado es ser piloto de carreras, y eso, que está al alcance de cualquiera con carnet de conducir, a él le está vedado ad aeternum”. “¿De carreras? Qué me dice”. “Así es, señor, de Fórmula 1, con su casco y su mono. El señor De Lerma puede continuar mientras no invente nada perjudicial ni de mal gusto ni ordinario”.

Amatriain hizo partícipe a Pírfano del contenido de la charla. Si éste había picado tan alto a la primera, no podía bajar a las cloacas de golpe, así que al cuarto día se inventó una visita a la Presidencia del Gobierno y contó cómo era Felipe González, que acababa de ser elegido, y cómo era la decoración del lugar, a la que puso pegas, y cómo vestía el Presidente, al que elogió con la salvedad de la corbata, “de lunares vacunos y nudo demasiado inflado”. El mismo día de la publicación de aquella entrega, González, recién instalado en La Moncloa y todavía inseguro, llamó a capítulo a su asesor de imagen: “¿Cómo se te ocurre comprarme corbatas de lunares vacunos? ¿Y qué es un nudo inflado? Trae ahora mismo las que tengamos en el ropero”. El asesor obedeció y vino con quince de aquellos complementos: “Vea usted, Presidente, no hay ninguna que se pudiera calificar de vacuna. Hay muchas lisas, y en cuanto a las de lunares, rojos sobre fondos azul claro y azul marino, verdes sobre fondo amarillo, etc. Ningún negro sobre blanco ni a la inversa”. “Da lo mismo”, le respondió Felipe. “Quema todas las de lunares, y también las de diamantes, para que no pueda ponerme ninguna de esas características”. “¿Puedo preguntar a qué se debe esto?” “A que hoy me critican por llevarlas”. “¿Quién?” “Aquí, un tal Pífano Lerdo de Tejada, en el nuevo periódico”. “Pero ¿usted lo conoce?” “No, pero da lo mismo. A ver si estamos más al día”.

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