Cuento del profesor Pírfano 4
La noticia de la quema de corbatas llegó a oídos de Amatriain y éste se la transmitió a Pírfano, que se sintió halagado y a continuación crecido. Algunas de sus columnas trataban de naderías, inventadas o reales, que entretenían a los lectores, pero cada pocos días los obsequiaba con un encuentro “en las alturas”. Eso le gustó, y cambió pronto el título de su sección, con escaso acierto, por el de “Alturas y bajuras”. Como se las daba de izquierdista, relataba una excursión al Pozo del Tío Raimundo o a la Cañada Real, sitios tirados madrileños. Pomposa y demagógicamente, describía sus miserias con estilo de 1900. Y luego comentaba con desenfado una cena en casa de Isabel Preysler o de Marta Chávarri, que sin haber alcanzado ningún logro eran celebridades y provocaban curiosidad. Pírfano desconocía las costumbres de las personas ricas, pero se las imaginaba con la suficiente verosimilitud como para que se dieran por verdaderas.
Al poco tiempo, la gente de posición, los políticos, los cantantes y las actrices, los millonarios, las petardas televisivas y un par de novelistas mundanos empezaron a sentirse orillados porque Pírfano no se hubiera aproximado a ellos. A la redacción de “El Único” fueron llegando invitaciones a nombre de Pírfano de Lerma, de Lemos, de Leza y aun de Lerdo. Se requería su presencia en un estreno, en una cena, en un cóctel, en la ópera o en un sarao, porque todas aquellas gentes veían como una afrenta que Lerdo no se codeara con ellas ni, consecuentemente, las mencionara en su columna.
No les importaba que los textos desprendieran cierta mala uva y deslizaran venenillos contra los personajes retratados. (Hay que tener en cuenta que Pírfano era sobre todo un resentido y que en realidad detestaba a cualquiera con más apostura, riqueza o éxito que él.) Estaban dispuestas a aparecer burladas. Era mejor que no aparecer.
El profesor Pírfano exigió un inmediato aumento de sueldo, y Amatriain se lo concedió; abandonó sus clases, que para colmo eran vespertinas y le habrían dificultado acudir a veladas; se puso de nuevo en manos de un gran ortodoncista, que le remetió aún más la dentadura voladora, pero le recomendó sonreír lo menos posible, y él optó por no hacerlo jamás en público; un peluquero llamado Riviere le acortó algo más las melenas, le tiñó discretamente las incipientes canas y le tapó un poquito las orejas, que, contra el criterio de Pírfano y de su madre, encontró asquerosas: al menos logró que ya no pareciera Nosferatu. Con dinero encima, Pírfano fue a comprarse ropa cara. Las tiendas finas lo intimidaban, así que, según entraba en ellas, descartaba prendas con un mohín: “No, por Dios”, decía, “¿cómo se les ocurre a ustedes tener esto aquí?”. Y lo curioso es que los y las dependientes, que suelen ir muy sobrados y miran de arriba abajo a los clientes con aspecto de poco pudientes, se achantaban ante su severidad y se apresuraban a retirar las prendas por él condenadas. Sin embargo, como tenía mal gusto y veía como elegante lo que los resentidos acostumbran a ver de ese modo, adquirió una colección de trajes cruzados y blazers color zafiro con botonadura de plata, así como varios foulards muy ostentosos. Y para los pies eligió “botos”, ese espantoso calzado que no son zapatos ni botas y que cubren el tobillo. Pero como estaba convencido de ir ahora hecho un pincel, se armó del suficiente valor como para aceptar invitaciones. No le faltaba donde elegir.
Se aficionó a salir todas las noches e incluso algunas tardes. A lo que no renunció fue a sus sempiternos abrigos rusos, largos y entallados y con amplias solapas de piel, y los convirtió, como lo demás, en elemento de su personalidad. Al principio no sabía cómo tratar a aquella clase de gente, y suponía que, si solicitaban su compañía, era para oírle contar anécdotas maliciosas sobre otros, incluido el Rey. Comprendió que no podía permanecer callado sin más, pero sí hacerse el enigmático y el implacable observador. Así que si la anfitriona lo veía mirando lo que él no estaba seguro de si era un jarrón o un orinal (para él era como mirar la nada), se acercaba a él temerosa y le inquiría: “¿No te gusta, Pírfano?”. En estos ambientes el tuteo era universal. “Te advierto que es del Buen Retiro, muy valioso”. Él no tenía ni idea de lo que significaba eso, pero aprovechaba la ocasión para sentenciar a muerte la porcelana: “Eso es lo que se merece: un buen y definitivo retiro. Parece un orinal fino y antiguo, lo cual es un oxímoron. Un orinal no puede ser fino ni debe durar demasiado tiempo, puaf”. La anfitriona, sin aclararle la utilidad, se ruborizaba y le reía el chiste, y al cabo de un rato Pírfano se percataba de que había hecho desaparecer el jarrón u orinal Buen Retiro. Cuando algo más tarde, durante la cena, notó la mano de aquella anfitriona sobándole el paquete bajo la mesa —hasta causarle un poco de daño—, entendió que había conseguido convertir el “efecto tarima” en el “efecto columna” y que, mientras Amatriain lo mantuviese en su puesto... “Tengo polvos asegurados”, así lo pensó él, con zafiedad.
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