De balas y balazos
Este volumen que compré hace días en una librería de viejo en la calle de Donceles, de la Ciudad de México, tiene un extenso título. Se llama “Recuerdos de un viaje, recorriendo por largos zig zags que tuve que ejecutar entre los grados 60 del hemisferio Norte y 43 del hemisferio Sur, 108 mil kilómetros de distancia, o sea 27 mil leguas, suficientes en vía directa para dar casi tres vueltas al globo. Nueva York, 1886. Por el general y doctor Ignacio Martínez”.
Extraño personaje era este doctor y general. Alguien lo invitó a apadrinarlo en un duelo y don Ignacio aceptó de muy buen grado, pues le encantaban esos lances: el bigote se le erizaba cuando la correspondiente nariz percibía olor de pólvora o de sangre. Sucedió, sin embargo, que en el campo del honor los dos duelistas se reconciliaron, y cayeron uno en brazos del otro derramando llanto y haciéndose promesas eternas de amistad.
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-¡Ah no! −protestó vivamente don Ignacio−. ¿Para esto me hicieron levantarme a las 3 de la mañana? ¡Más seriedad, señores! ¡A matarse!
Y los instaba con vivas instancias a que tomaran las pistolas, y los agarraba por el faldón de la levita para impedirles que subieran a sus carruajes y se fueran.
-Creo, señor −le dijo prudentemente el otro padrino− que la cuestión está zanjada. No habrá duelo.
-¡Duelo habrá! −respondió hecho una furia el general.
Y así diciendo le propinó una tremenda bofetada a su colega, mayúscula ofensa que sólo podía lavarse −otra vez− con sangre. Entonces fueron los padrinos quienes tomaron las pistolas, pese a los ruegos de los duelistas originales, que les pedían seguir su ejemplo de paz y de perdón.
-Es inútil −se negó don Ignacio−. Si nosotros no nos batimos tendrán que batirse los cocheros, y si no lo hacen ellos los caballos deberán pelear. ¿Nos vamos a ir en blanco? ¿Acaso no existe ya formalidad?
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Mal de su grado el otro padrino tuvo que tomar la pistola. Hizo su disparo y no acertó a herir al general. Éste levantó su arma y apuntó con cuidado. Tembló el otro al ver el cañón de la pistola apuntándole directamente a la cabeza. Pero no disparó don Ignacio. Arrojó la pistola al suelo y dijo estas palabras:
-Mejor no. Porfirio se va a enojar conmigo.
Porfirio era don Porfirio Díaz, con quien el general tenía amistad grande. Lo supo todo, sin embargo, el Presidente, que estaba ya cansado de los excesos de Martínez, y le envió un discreto recado que no dejaba ningún lugar a dudas: debía salir del territorio nacional.
Fue entonces cuando el doctor y general hizo el largo viaje que le sirvió para escribir aquel libro de tan extenso nombre. Al final se estableció en Brownsville, Texas. Ahí también incurrió en sus acostumbradas demasías. Golpeó con su fusta a un hombre de color (negro) que no se descubrió al pasar junto a él. El negro, un gigantón, se le echó encima, lo tiró al suelo y se le sentó encima para golpearlo con la mayor comodidad posible. A duras penas don Ignacio pudo sacar su pistola, y a quemarropa le disparó al hombrón los seis tiros del cargador. Al negro le fue imposible hacer otra cosa más que morirse. “La justicia −dice una crónica del tiempo− no molestó gran cosa al general Martínez, después de todo él era persona de razón, y el muerto era de color”.