Elogio de la trompetilla

Opinión
/ 17 septiembre 2023

He aquí un dato interesante: la trompetilla es invención cubana. Al menos eso me dijo un colega originario de La Habana con quien hace años conversé en un bar de la Calle Ocho, en Miami. Este amigo se llamaba Cheo, y era distribuidor del Herald.

Definamos. Tal es la mejor manera de empezar cualquier cosa, sea un matrimonio o una discusión teológica. Por trompetilla −también llamada pedorreta− se entiende un “sonido que se hace con la boca, imitando el pedo. No pido perdón por esta última palabra, pues la definición no es mía, sino de la Academia. Ése es su pedo.

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Durante muchos años la docta corporación no reconoció la voz “trompetilla”. Tampoco lo hizo doña María Moliner, quien es más detallista que los académicos. Sí la definió, en cambio, don Francisco J. Santamaría desde la primera edición de su Diccionario de Mejicanismos, así con jota. Dice don Pancho que la trompetilla es “ruido que se hace con la boca en son de burla”.

Desde el punto de vista filosófico la trompetilla es protesta; contundente argumento que desarma; forma efectiva de volver a la realidad a quienes se han salido de ella por cursilería, solemnidad, grandilocuencia, vano dramatismo, pedantería o necia vanidad. La trompetilla es útil para que uno se defienda de cosas como la poesía coral, los concursos de oratoria, las canciones de protesta y otros males que aquejan a la sufrida humanidad. Contra esas amenazas una trompetilla es más contundente que una embestida del acorazado Potemkin.

Recuerdo a un infeliz que andaba por las cantinas de Saltillo recitando poesías de Carlos Rivas Larrauri. El poema que decía con mayor frecuencia −el que más frecuentemente mal decía− se llama “Hospital Morelos”. En ese poema un niño lloraba el 10 de mayo porque no tenía mamá; había muerto. Otro niño, más pequeño, le dice que él sí tenía mamá; pero ese día su madrecita estaba en el Hospital Morelos, pues se hallaba algo indispuesta. No sabía la inocente criatura que ese hospital era el de enfermedades venéreas en la mujer, el hospital de las prostitutas. El otro niño, el huérfano, que ya sabía las cosas de la vida, declara entonces sonorosamente: “¡Más vale no tener madre que tenerla en el Morelos!”.

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El caso es que el declamador que digo te agarraba por las solapas cuando decía aquel poema, como si tú fueras el niño que tenía a su mamá en el hospital, cosa que no era cierta. Nadie lo interrumpía nunca, sin embargo, pues los borrachos sienten un gran respeto por las manifestaciones culturales. Ya casi nomás ellos sienten ese respeto, muy elogiable por lo demás.

Pues bien. Cierto día que el recitador estaba asestando a los parroquianos del Bar Cuauhtémoc, popular cantina, aquellos lacrimógenos versos, un bebedor que no sentía respeto por las manifestaciones culturales le lanzó una sonora trompetilla en el momento más dramático. Se puso como energúmeno el declamador; quería matar al irrespetuoso tipo. Esgrimió un tirabuzón para destapar botellas, que fue lo primero que halló a mano. Se armó entonces la de San Quintín. Unos defendían al que los salvó de la manifestación cultural; otros salieron por los fueros de la poesía. Unos y otros se agarraron a trompadas. Acabó al fin la zacapela −el cantinero apagó la luz−, pero cuando se restableció la paz el declamador ya no declamó. Se le había acabado la inspiración, nos dijo sudoroso y agitado, rojo aún por la cólera que lo inflamó a causa de aquel sonido ingrato.

Lo dicho: la trompetilla es infalible para conjurar desgracias. Pienso que si de vez en cuando alguien le espetara a López Obrador una trompetilla en sus mañaneras, el destino de la patria sería otro.

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