De bromas y bromistas

Opinión
/ 4 enero 2025

Cuando era joven, estudiante aún, Churchill envió un telegrama a una docena de nobles londinenses, pilares de la comunidad. El telegrama, sin firma, decía simplemente: “Todo se ha descubierto”. De los 12 ilustres caballeros 10 salieron de la ciudad a toda prisa.

El arte de hacer bromas es sutil. Una de las mejores que conozco se la hizo Mark Twain, el ingenioso autor de “Las aventuras de Tom Sawyer”, a un cierto latoso amigo suyo. Se lo topó en la estación del tren, y el individuo le pidió dinero para comprar un pasaje, pues carecía de fondos.

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-Dinero no tengo -le respondió el escritor-, pero te ofrezco esconderte abajo de mi asiento. Te taparé con mi maleta y con mis piernas, y así el inspector no te verá.

Aceptó el tipo aquel ofrecimiento. Subió a hurtadillas al vagón, y se metió como pudo abajo del asiento de su amigo. Echó a andar el tren. Dos horas después entró en el vagón el inspector. Bajo el asiento estaba el amigo del escritor, en incomodísima posición.

-Su boleto, por favor -pidió el empleado a Mark Twain.

El genial autor le entregó dos boletos. Preguntó el empleado:

-¿Y el otro pasajero?

-Está abajo del asiento -respondió en voz baja Twain-. Así viaja siempre. Es un hombre sumamente tímido, y no le gusta que lo vea la gente.

En un descuido del latoso tipo Twain había comprado otro boleto, y así le jugó aquella broma singular.

Hay que ser cuidadoso, sin embargo, en eso de las bromas. Recordemos el caso del peluquero. En cierta ocasión uno de sus clientes le dijo con dolorido acento mientras le cortaba el pelo:

-Fíjese, maistro, que ayer me sucedió algo muy grave.

-¿Qué le pasó, señor? -preguntó con interés el fígaro.

-Sucede -empezó a relatar el cliente- que estaba yo en mi oficina, y de pronto me dio un fuerte jaquecón. Me fui a mi casa, y al llegar encontré a mi mujer con otro.

-¡Qué pena, señor! -se compadeció el peluquero-. Ha de ser una cosa muy pesada eso de encontrar uno a su esposa con otro hombre.

-¡Oiga, maistro, un momento! -se apresuró a decir el cliente-. No me entendió usted. Fíjese bien lo que le dije: estaba yo en la oficina y me dio un fuerte jaquecón. Me fui a mi casa, y encontré a mi esposa con otro. Con otro jaquecón.

Al peluquero le pareció muy buena aquella broma, y se propuso hacérsela al próximo cliente que llegara. Poco después, en efecto, llegó un vecino del barrio a cortarse el pelo. Después de acomodarlo en el asiento empezó el fígaro la narración.

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-Fíjese, vecino, que ayer me sucedió algo muy grave.

-¿Qué le pasó, maistro? -pregunto el recién llegado.

El peluquero hizo la consabida narración:

-Resulta que estaba yo aquí, en la peluquería, y de pronto me dio un fuerte jaquecón. Me fui a mi casa, y al llegar encontré a mi esposa con otro.

Dijo entonces el vecino:

-Pues si, maistro; ya todos en el barrio lo sabíamos, pero nadie se animó nunca a decírselo.

Lo dicho: cuidado con las bromas.

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