De la buena suerte líbrame, Señor

Opinión
/ 30 septiembre 2024

Hay quienes creen en la suerte. Yo tengo la suerte de no creer en ella. Leo algunas historias, sin embargo, o las escucho, y ganas me dan de aceptar la teoría según la cual la vida de los hombres está regida por un destino misterioso. He aquí dos ejemplos de mala suerte. El primero pertenece al pasado de Coahuila; del presente es el otro.

Gaspar Castaño de Sosa, portugués, cayó en el sueño de la Gran Quivira, fabulosa ciudad de casas de oro y calles embaldosadas con plata fulgurante. A fin de incitar a sus compañeros a que fueran con él a buscar aquellas riquezas de prodigio, hizo que un indio les contara la mentira de que él ya había estado en esa mítica ciudad. El palero, como decimos hoy, mostró dos grandes piedras que, dijo, había traído de la Gran Quivira.

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Las tomó don Gaspar e hizo como que las raspaba con su cuchillo. Al mismo tiempo, con destreza de prestidigitador, dejó caer virutas de plata verdadera que traía escondidas en las mangas. Todos cayeron en el engaño. Dejaron mujeres e hijos y espoleados por la codicia corrieron desbocados tras el engañador.

Los llevó Castaño muy al norte, pero bien pronto fueron alcanzados por tropas del Virrey, que estaba encabronado, pues sin su permiso andaba don Gaspar armando expediciones en busca de preciados metales que sólo pertenecían al Rey.

El pobre don Gaspar volvió sin otros metales que los hierros de una cadena con que lo ataron de pies y manos. Así lo trajeron al Saltillo, y así, en cadenas, fue llevado a la capital de la Nueva España. De ahí lo mandaron a las Islas Marías. Don Gaspar pidió la clemencia del monarca. Buscando ciudades que no existían, alegó, había descubierto nuevas tierras para su Majestad. Al fin fue perdonado. Quiso entonces regresar a la Nueva España. No se cumplió su anhelo. La nave en que venía, tripulada por galeotes chinos, fue apresada por ellos tras un sangriento motín donde perdieron la vida los europeos que venían en la nave. Todos fueron muertos por los amotinados, entre ellos don Gaspar.

Este es el ejemplo de mala suerte de ayer. Veamos el de mala suerte de hoy.

En un programa con música para traileros que pasa en horas de la madrugada por Radio Concierto se conoció el relato del triste suceso acaecido a uno de ellos. Llamádose Juan −así se dice en los corridos−, se vio en la necesidad de llevar a su esposa con él en uno de sus viajes. Se resistía el hombre a que su mujer lo acompañara, pero ella se empecinó en ir: su marido iba a pasar cerca de San Juan de los Lagos −cerca era a 150 kilómetros− y ella le debía una manda a la Virgen.

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Llegaron a uno de esos sitios a la orilla de la carretera donde reúnen los traileros sus vehículos para pasar la noche con seguridad. Se acostaron los dos a dormir en la caseta que esos camiones traen para el efecto. Apenas habían conciliado el sueño cuando se oyeron unos golpecitos en la puerta de la caseta. Era alguien que llamaba. La señora se despertó.

-Juan... Juan... Están tocando.

-No es aquí −respondió entre sueños el trailero.

-Te digo que sí −repitió la esposa−. Alguien toca la puerta.

-Que toquen, pues −determinó el trailero−. Duérmete.

En eso se oyó afuera una voz de mujer:

-Juan... Juan... ¿Hoy no vas a querer?

Mala suerte, sin duda.

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