De lo bueno, poco (II)

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En la diócesis nadie lo sabía. Yo lo sé, y también el párroco que como todos, a petición de los vecinos, iba a salir de aquel lindo lugar para dejar su sitio a un nuevo cura.
Llegó este y preguntó al cesante cuál era la razón de que los comarcanos no permitieran que ningún padre durara en la parroquia. Mientras hacía su equipaje el cura saliente le explicó:
-Mire, Su Paternidad: aquí todos los vecinos son buenos católicos, gente de mucho bien y poco mal. Son de natural pacífico, amables, bondadosos. Y son humildes, poco ilustrados, pues no necesitan más ciencia que la de cultivar la tierra y esperar la lluvia que nos envía Dios. Pero hay entre ellos un hombre revolvedor e inquieto. Tampoco él es de mala fe, pero se cree más sabio que los otros, y todos lo tienen en esa estimación. No sabe nada ese buen hombre, pero cree que todo lo sabe y no admite que pueda haber alguien que sepa más que él. A mí me dijo que en mis sermones nunca paso de cuatro evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y que aun de esos cuatro libros sólo alcanzo a decir: capítulo 2, versículos del 6 al 15, así. No sé qué espera el criticón, el caso es que nomás empezaba yo a hablar él comenzaba a mover la cabeza con desaprobación, y al verlo todos se salían, y ahí va la carta a Su Excelencia con las firmas pidiendo mi renuncia y el envío de otro cura.
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Se quedó el recién llegado meditando todas esas cosas en su corazón y tratando de dar con el intríngulis de la cuestión. Al día siguiente se presentó a decir su primer sermón. Subió al púlpito y pronto descubrió, sentado en la primera fila y mirándolo con expectantes ojos críticos, al sabidor del pueblo, según se lo había descrito su colega. Sin verlo se dirigió a todo la congregación:
-Lectura del Santo Evangelio número 154 según San Melquiades; capítulo 50 mil, versículos del 781 al 922.
Una expresión atónita se dibujó en el rostro del sapiente. Jamás había oído hablar del Evangelio de San Melquiades, ni sabía que tuviera más de 50 mil capítulos, todos con tal abundancia de versículos. Todo el pueblo fijaba la mirada en él, esperando su señal acerca de la calidad del nuevo cura. La expresión de asombro se convirtió en otra de admiración. Volvió la vista el sabio a la asamblea e hizo movimientos afirmativos de cabeza como hacían en las películas mexicanas los señores de edad cuando empezaba a cantar Pedrito Infante para significar que lo hacía bien. En ese momento supo el nuevo cura que había triunfado del enemigo malo y que podía volver a la ortodoxia pues tenía asegurada su permanencia en aquella pingüe parroquia que tan buenos estipendios rendía a quien la servía bien.
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De este cuentecillo perteneciente a la más vieja tradición derivo una enseñanza. Hay quienes creen que la sabiduría consiste en saber muchas cosas. Se equivocan. La verdadera sabiduría consiste en saber lo que necesitas y en aplicar ese conocimiento en el momento justo. Lo demás es oropel; vana sabiduría de las que condena el Kohelet.