De Palacio en Palacio

Opinión
/ 22 marzo 2024

Al principio el Palacio de Gobierno, situado entonces en la esquina de las calles de Hidalgo y Aldama, estuvo muy lejos de ser palacio. Unos cuartos hechos de adobe y piedra con techumbre de vigas y terrado formaron en aquellos remotos años la sede del gobierno. Fue creciendo la finca según iba creciendo la ciudad. La autoridad mayor era un alcalde. Los tlaxcaltecas, en cambio, tenían gobernador, y casa consistoriales para su administración.

Empezó a prosperar Saltillo. Su clima era bonancible, su tierra fértil, abundaba el agua; parecía gozar de la divina protección. Su feria llegó a ser la más famosa e importante en el noreste de la Nueva España. Así, también crecieron las casas de gobierno. A la llegada a Saltillo de Hidalgo y Allende, en enero de 1811, hallaron que además de ellas había una casa de tesorería. A la sazón en la misma sede funcionaban las oficinas tanto del gobierno regional como del citadino.

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Hubo muchas vueltas y revueltas. Allá por 1825 el Palacio de Gobierno dejó de serlo, pues los poderes fueron trasladados a Monclova, ciudad que reclamó ser capital. Un año antes en el palacio se había reunido el Congreso de Coahuila y Texas para promulgar la primera Constitución que tuvo el Estado. Más duros tiempos vendrían después: en 1847 ondeó sobre el palacio -y sobre la catedral- la bandera de las barras y las estrellas, en los días de la confusa batalla de La Angostura. Fue en ese año cuando se tomaron en Saltillo algunos retratos del ejército norteamericano, seguramente las primeras fotografías de guerra en la historia. El Palacio de Gobierno, lo mismo que la Catedral, sirvió como hospital de sangre para los heridos de ambos bandos.

Años después, en 1856, un incendio acabó con el palacio. En casas de diversos vecinos hubieron de instalarse las oficinas públicas mientras se reconstruía el edificio. El mayor problema fue aposentar a los presos, ya que la cárcel pública estaba también en el palacio. Hasta finales del pasado siglo había presos ahí.

Todavía en 1873 el Palacio de Gobierno del Estado era al mismo tiempo palacio municipal. De hecho la finca era considerada propiedad de la ciudad. También a fines del pasado siglo podía verse en el edificio una pequeña placa de mármol que decía: “Palacio Municipal’’. En 1875, terminados los trabajos de reconstrucción, fueron las oficinas al edificio nuevo. Ahora era de buen tamaño, tenía ya dos pisos. Pasaron los años, y pesaron. Durante el gobierno del general Manuel Pérez Treviño (1925-1929) se le añadió un tercer piso. Tomó entonces la forma de un pastel, pues cada cuerpo era de menor extensión que el de abajo, y tenía mero arriba una pequeña espadaña donde se colocó la réplica de la campana de Dolores que hace sonar el gobernador la noche del 15 de septiembre.

Un pintor español, Salvador Tarazona, fue contratado para decorar los muros del Palacio. ¡Qué buen trabajo hizo ese señor! Ver los murales que pintó es un deleite. Puso en ellos escenas de la vida de Coahuila: las danzas típicas de sus indios; el laboreo de sus minas; el paisaje de sus montañas. El artista tuvo sólo un pequeño desacierto: cometió el error de estampar su firma abajo de una cabra que asoma la cabeza en una escena bucólica, de modo que parece que la malhadada chiva se llama Tarazona.

La traza actual que tiene el palacio de gobierno la adquirió en tiempos de don Óscar Flores Tapia. Se recubrieron con cantera rosa los muros exteriores, se igualó la dimensión de los tres pisos y se reformó la parte interior del recinto. En un extenso corredor el pintor Salvador Almaraz plasmó los más grandes hitos de la historia de Coahuila, partiendo de la visión de sus primeros pobladores llega hasta los más relevantes hombres del siglo en que vivimos.

Historia tiene ese palacio, entonces, e historias. Desde sus balcones el gobernador Rodríguez Triana, quien luego sería candidato del Partido Comunista a la presidencia de la República, les disparaba con rifle .22 a las urracas que llegaban a los árboles de la Plaza de Armas. Del palacio de gobierno salió para ser fusilado, en el panteón de San Esteban, don Santiago Ramírez, gobernador villista. Pidió como último deseo un tarro de cerveza, y antes de beberla sopló para quitarle la espuma. “Es mala para el hígado” -dijo con sonrisa socarrona.

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