Desde Los Ángeles
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Sucedió un día como hoy. Más bien, una madrugada como hoy. ¿Qué año sería? El 62, quizá, o el 63. Después de recibir el nuevo año en casa fui en busca de la gárrula tropa de amigos con los que compartía veladas y desveladas. Bebimos, cantamos, y alguien nos asestó “El Brindis del Bohemio”, de don Guillermo Aguirre y Fierro.
Se fue dispersando poco a poco el grupo de amigos. Tal es el sino de los amigos: dispersarse. Quedamos al final, solos, Eduardo Arizpe Narro y yo. Eran las 4 ya de la mañana. Decidimos caminar por la calle de Victoria. En la tarde había nevado, y queríamos ver a la Alameda vestida de novia. Perdón por la manida frase, pero es obligatoria: si alguna vez cae nieve en Saltillo y nadie dice que la Alameda se vistió de novia, eso es un desastre natural.
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Hacía un frío de todos los demonios. Quizá tal expresión sea aplicable sólo al calor, pero la verdad es que hacía un frío de todos los demonios, de 4 o 5 grados bajo cero. Pero llevábamos con nosotros tantos calores -de juventud, de vino bueno, de amistad mejor- que no sentíamos el frío. Caminábamos por uno de los corredores interiores, el que lleva a la biblioteca -la cabra tira al monte-, cuando Eduardo advirtió algo entre la nieve que cubría un jardín. Nos acercamos. Era un hombre joven. Estaba ahí tirado, sin conocimiento. El tufo que despedía su aliento nos dio a saber que estaba ebrio. La embriaguez lo hizo caer; y no tuvo fuerzas ya para seguir andando.
-Si lo dejamos aquí va a morir congelado -dijo Eduardo.
Quitamos la nieve que lo cubría, y entre los dos lo levantamos. Sintió el sujeto que alguien lo recogía, abrió los ojos y dijo estas palabras salvadoras:
-Penquita 201.
Después se olvidó otra vez del mundo, con una santa confianza en la Divina Providencia.
Jamás he olvidado aquella dirección: Penquita 201. Era, evidentemente, la de la casa donde vivía el joven ebrio. Con él a cuestas subimos por la calle de Obregón. Pesaba como sólo un borracho puede pesar. Privado de todo movimiento, iba dejando en la nieve dos largas huellas, las de sus pies al arrastrar. Llegamos a la casa y recargamos en la puerta aquel humano fardo. Comentó Eduardo:
-Mañana va a pensar que lo trajeron a su casa los ángeles del Cielo.
Entonces el individuo hizo algo estupendo: abrió los ojos, nos miró con infinita reverencia y se persignó. Luego se volvió a hundir en el pesado sueño del borracho.
Dimos sonoros golpes en la puerta. Una luz se encendió; se oyeron pasos en el zaguán y palabras que con enojo decía una mujer para llamar a alguien. Ya no esperamos más: ¿quién quiere dar explicaciones a una mujer enojada, a las 5 de la mañana, el primer día del año, y además con temperatura de 4 grados bajo cero? Nosotros no. Con sabia prudencia nos alejamos apresuradamente del lugar.
En estos días yo estoy rodeado de ángeles. Me acompaña, y va conmigo a todas partes una hermosísima cohorte de ángeles disfrazados de todo: de hijos y nietos; de amigos; de personas amadas; de lectores; de gente que no conozco y que me saluda, o me habla por teléfono o me envía correos para decirme cosas que se me quedan en el alma...
Alguna vez, no sé cuándo, vendrá otro ángel y me despertará del sueño. Yo abriré los ojos, le daré una dirección y me volveré a dormir. Y el ángel me llevará a mi casa...
Feliz Año Nuevo, y el bien de Dios sea con nosotros.