POR: ELISA MARÍA JAIME GARZA
Por poco me ponen Graciela. Pero como a mi mamá le decían Gache, se le figuró que yo acabaría siendo Gachita. Entonces se decidió por Elisa, en honor a su mamá, la abuelita que nunca conocí porque falleció semanas antes de que yo naciera.
Doña Gache fue un “Cuchillito de palo”, como ella solía decir: perseverante, incansable, disciplinada, estratégica, perfeccionista, detallista, la original lady multitask.
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Vivilla desde chiquilla, la menor de cinco hermanos, logró sobrevivir carencias y crisis familiares, adversidades culturales, sociales y económicas, y detractores que no creían que una mujer en su veintena en plena década de 1960 pudiera emprender nada fuera de una estufa, una escoba y un trapeador. Con una creencia inquebrantable en sí misma y sus capacidades, alcanzó cimas que incluso hoy son difíciles de lograr.
Para cuando yo nací, mi mamá ya era “la señora de La Canasta”. Mi infancia y gran parte de mi vida adulta están ligadas a la famosa mesa 24, desde donde reinaba y dirigía comedor, cocina y oficina a la vez, con un timbre, un teléfono y a veces hasta con una sola mirada de “Aquellos Ojos Verdes” (una de sus canciones favoritas). Daba órdenes a los meseros mientras conversaba con quien se acercaba a su centro de comando o partía el pan con ella y se percataba de que algo no andaba bien en la cocina, todo al mismo tiempo, todo desde un mismo lugar.
Mi papá fue y sigue siendo su compañero ideal. Formaron una pareja estable que balanceaba casi a la perfección los talentos de cada uno. Construyeron y remodelaron juntos no sólo La Canasta, sino La CASA frente a la Pila Colorada en Arteaga, la Academia (que ahora alberga la Librería Carlos Monsivais del Fondo de Cultura Económica) y el taller de fabricación de chimeneas “No la Tiznan”, cuyos frutos engalanan La Canasta, Monterreal y La Vaca Argentina, entre otros muchos comercios y residencias.
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¿Quién no se acuerda y se maravillaba de los toques personales que temporada tras temporada hacían el visitar La Canasta un festín para todos los sentidos? Arreglos frutales y florales llenos de color en primavera y verano; águilas, banderas, papeles picados y hasta dulces tricolores en septiembre; calaveras encaramadas, paradas, recostadas, colgadas, jugando y retozando, coronadas de flores y adornadas de guirnaldas al cuello durante el mes de noviembre; y las inagotables maneras en que se le ocurría colocar y decorar el pino de Navidad (hasta suspendido del techo como un cono invertido) junto a Nochebuenas naturales, de cristal, de vidrio soplado, de cerámica; todo esto de la mano de su amiga Lucha.
Lo que sólo los más observadores podrían haber notado es que ella se mimetizaba a tal grado con su querido restaurante que se vestía de acuerdo a la temporada: huipiles elegantísimos para cada día de septiembre (sin repetir ninguno), atuendos otoñales en octubre, colores ad hoc para noviembre y suéteres navideños (uno diferente cada día) hasta que se acababa el año. Todo eso con accesorios a tono.
Mi mamá tenía un sentido del deber, el detalle y la elegancia que hasta varios comensales llegaron a tirarle piropos (tan elegantes como ella) en presencia risueña de mi papá. Irradiaba tanta energía, resolvía tantos problemas, conocía a tanta gente, ayudaba a tantas personas y se acordaba tan bien de todo, que me cuesta mucho aceptar que ya no está. Me queda el consuelo que vive todavía en tantos de nosotros que tuvimos la oportunidad de conocerla y aprender de ella, e incluso en muchos otros que no, pero que supieron de sus esfuerzos, de su arroz huérfano y su pay de limón, sus cáscaras de papa y su postre Canasta.
Yo me llevo lecciones de vida invaluables que me machacó y que me hacen ser la mujer que soy: firma papeles en original con tinta azul, siempre ten copia de todo, ten una cuenta especial para depositar los impuestos, paga siempre antes de tiempo, hay un lugar para cada cosa y toda cosa debe ir en su lugar, échale vinagre a la lavadora para suavizar el agua, una pizca de sal en lo dulce y una pizca de azúcar en lo salado... y hasta lava los choninos en la regadera.
Pero sobre todo, y lo que hoy estoy poniendo en práctica más que nunca: a pesar del dolor, de la tristeza, del cansancio y de los contratiempos, hay que seguir adelante. Esta es la clave de lo que hizo a mi mamá profeta en su tierra y en su tiempo, una guerrera femenina (sino es que feminista, cuando eso todavía no se usaba), una mujer invencible, incansable e inolvidable.
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A sus 41 años me trajo a este mundo. A esa misma edad sufrió lo que hoy sufro: la pérdida irreparable de una madre. A mis propios 41 años, la despido hacia un nuevo mundo donde seguramente ya está comenzando a construir nuevos sueños y está cocinando nuevas delicias junto a sus hermanos María Estela, Rebeca, Jesús Guillermo “el Charro” y Elisa; su sobrina Magda; y su querida Lupe, jefa de cocina de La Canasta.
Gracias a Saltillo y su comunidad, de quien tanto recibió y a quien dio su vida entera.
Doña Gache es y será siempre de todos nosotros.
Descansa en Paz, mamá. Jamás te olvidaremos.
La autora es docente, además de coordinar profesores y eventos escolares. Lleva casi 15 años haciendo traducciones y durante 8 años fue gerente del restaurante La Canasta, luego directora del Museo de las Aves durante casi 3 años