Educando chairos Vol. 4: AMLO y la era de la posverdad
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Vivimos en la era de la postverdad o posverdad, lo que significa que hoy los hechos duros, objetivos y verificables tienen menos peso en la formación de opiniones que las emociones y creencias personales.
Tampoco es como que sea nuevo el hecho de que los seres humanos respondemos mejor a una narración emotiva que a una compilación de datos por demoledores que estos sean.
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Pero algo se pudrió durante las últimas dos décadas, muy probablemente la irrupción de las redes sociales y con ellas la noción de que los sentimientos y creencias son tan válidos y legítimos como los hechos constatables.
Esto lo aprendió desde hace mucho tiempo la política y es por eso que el marketing electorero apela desde hace décadas a nuestra emocionalidad más que a nuestro raciocinio. La comunicación visual, las exaltaciones discursivas, los argumentos populistas llevan más gente al poder que un buen proyecto de gobierno. Por desgracia.
Y eso funciona en el ámbito propagandístico: seducir a alguien y motivarle a realizar una acción (como comprar un producto o emitir un voto) con razones extrínsecas al producto o a la candidatura. Tratándose de una decisión muy íntima, sobre la que no tendríamos por qué rendir cuentas, poco hay que hacer si responde a razones subjetivas.
Pero cuando el ejercicio del poder se ampara en esa misma ambigüedad propia de la era de la posverdad ¡ay, güey! Gracias a que hoy día “tu versión de las cosas es tan válida, tan genuina y tan verdadera como la mía” (sin importar de qué lado se inclinen la razón y los hechos), nuestros políticos se mueven cómodamente en un radio de acción mucho más amplio e indefinido; siendo que por principio debería ser todo lo contrario: su radio operativo debería estar perfectamente acotado, definido y bien delimitado por lo que marca la Ley, con un mínimo de posibles interpretaciones.
Pero... ¡oh, la posverdad!
Es por ello que nuestro Presidente encontró su más cómoda escapatoria retórica para cuando lo ponen contra las cuerdas, en la consabida frase de “los otros datos”.
Si nos rigiésemos por las leyes de la dialéctica, estaríamos obligados a contrastar esos otros datos que con frecuencia asegura tener el Presidente, con los que se le presentan para refutarlo. De allí a demostrar cuáles tienen un origen más fiable, cuáles fueron recogidos con mayor rigor metodológico, cuáles son un reflejo fiel de la realidad objetiva y no de un deseo o una intención (mucho menos de una ideología), sería mero trámite, como imposible sería desacreditar los que se impusieran sobre los otros.
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Pero no, el Presi utiliza la expresión para evadir, para eludir, para cortar todo diálogo o posibilidad de réplica o argumentación: “Tú tienes tu versión de las cosas, bien, nosotros (yo) tenemos la propia, no me molestes más”, lo cual no deja de ser una muy sutil y vedada manera de mandar a sus interlocutores incómodos a chingar mucho a su madre.
¡Y seamos honestos! No es desde luego AMLO el primer presidente, ni será el último, que niegue la realidad, o la reinterprete, o evada contrastar el discurso oficial con otros informes que pongan a prueba sus alegres cuentas. Todos sin excepción lo han hecho maquillando cifras o rindiendo optimistas y soporíferos informes gubernamentales.
Pero es AMLO el que insiste en hablarle a los ciudadanos todos y cada uno de los malditos días de su administración. Y lo hace amparado en la era de la posverdad en que vivimos. Él no tiene que esperar al día del Informe para pintarnos el México idílico que sólo él (y aquellos que insisten en que el Emperador viste un regio traje nuevo) puede ver.
Él puede salir, ya le digo, cada día desde temprano a retar a la realidad más tangible, a los hechos constatables, a los datos verificables. De cualquier manera los invitados a su homilía son sus afines y, cuando se llega a colar un increpador para retarlo, su escapatoria es tan de sobra conocida que ya la replican otros politicuchos de mucho menor relevancia con idéntica impunidad: ¡Dirás lo que quieras, pero tú a mí me la persignas!, o lo que es lo mismo: “Yo tengo otros datos”.
La posverdad se basa en sentimientos, en emociones, en deseos, en relativismos y en la noción de que todo mundo tiene derecho a ostentar su propia verdad sin necesidad de demostrarla, y que no por ello merece menos respeto que el resto de las versiones que otros puedan ofrecer. A fin de cuentas, todo es un constructo social y uno puede elegir la realidad que mejor le acomode. Todas son válidas.
Ello le viene perfectamente a un presidente que busca reforzar a diario la narrativa de su proyecto de transformación, mismo que resolvió toda la problemática del país con el puro poder de su superioridad moral, sin que ello tenga por qué ser contrastado con el País que desgobierna desde su revista matinal.
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Y gracias a ello retroalimenta a diario el populismo que lo mantiene por las nubes en los niveles de aceptación, pues lejos de gobernar, de administrar o de tomar decisiones ejecutivas, sólo prolongó su quehacer proselitista en una campaña electorera en esteroides (el poder y el presupuesto) de corte institucional durante todo el sexenio.
Dicho modelo será a no dudar replicado por su sucesora, ya no por el mimetismo al que hoy está compelida, sino por las enormes ventajas que representa a la hora de ejercer el Poder, pues en la era de la posverdad el que controla la narrativa controla la realidad.