El arte de tomar decisiones: ¿Va a querer o no? ¿Pizza y sushi?

Opinión
/ 31 mayo 2024

Ah, la toma de decisiones. Esa gloriosa habilidad que nos diferencia de las amebas y las puertas automáticas. Ese momento crucial en el que, con la sabiduría de un oráculo y la precisión de un cirujano, elegimos entre opciones que definirán el curso de nuestras vidas. O, al menos, decidirán qué vamos a cenar esta noche. Porque, seamos honestos, ¿quién no ha pasado horas debatiéndose entre pizza y sushi como si de ello dependiera la paz mundial?

Imaginémonos en una tienda de helados con 31 sabores diferentes. ¡Qué dilema existencial! Claro, podemos pasarnos horas deliberando entre el clásico chocolate y el exótico mango con jalapeño. Total, la vida está llena de oportunidades para arrepentirse después, ¿verdad? ¿O qué tal esa vez que decidimos comprar ese coche con “carácter” (entiéndase “carácter” como “a punto de desintegrarse”)? ¡Una joya de la ingeniería que sólo se queda tirada el 50 por ciento de las veces!

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La importancia de la toma de decisiones no puede ser subestimada. Un mundo donde la gente no tomara decisiones sería un caos absoluto. Sería el equivalente a una fiesta de gatos montada en una tienda de láseres. Pero, claro, no todas las decisiones son iguales. Están las decisiones trascendentales, como elegir una carrera universitaria, y las triviales, como qué filtro de Instagram usar. Ambas, sin embargo, comparten un denominador común: el riesgo inherente de arrepentimiento eterno.

El tomar decisiones es algo que no podemos evitar, el simple hecho de pensar, de cuestionarnos el hacerlo, ya es una decisión en sí. Todos hemos estado ahí, parados en la encrucijada de la vida, con un pie en cada camino y una tormenta de dudas en la cabeza. Y entonces llega el momento de decidir. ¿Qué hacemos? Primero, un buen análisis de los pros y los contras. O bueno, más bien un análisis de cuánto podemos procrastinar antes de que la decisión se tome por sí sola. Porque seamos honestos, ¿quién no ha dejado una decisión crucial al destino?

El procrastinador profesional sabe que las mejores decisiones se toman bajo presión. Porque, ¿para qué resolver algo hoy si puedes dejarlo para mañana, cuando el pánico y la adrenalina serán tus mejores consejeros? Nada como la presión de una fecha límite inminente para afilar tu mente y llevarte a la grandeza... o a un colapso nervioso. Sea cual sea el resultado, al menos fue emocionante, ¿no?

Pero hablemos del proceso un poco más detalladamente. Primero, viene la recopilación de información. Este paso es crucial porque ¿cómo podríamos decidir sin estar bien informados? Aquí es donde entra en juego nuestra capacidad innata de procrastinar. Porque siempre es mejor ver un video de gatitos tocando el piano en lugar de leer ese documento de 40 páginas sobre la política de privacidad de Facebook.

Porque claro, como el decidir por uno mismo está muy sobrevalorado mejor hacemos una encuesta entre los amigos, la familia, el perro y, si hace falta, el vecino al que nunca le hablamos. ¿Ir a la playa o a la montaña? ¿Estudiar derecho o medicina? Ah, decisiones, decisiones. Nada como tener a todo el mundo metiendo la cuchara para luego culparlos si algo sale mal. “¡Yo sabía que debía haberme hecho caso a mí mismo!”, decimos después de seguir el consejo de alguien que tampoco tenía ni idea.

Luego está el análisis de las opciones. Si todo sale bien hasta ahora, llegaremos a este gran momento... el de la parálisis por análisis. ¡Qué cosa más maravillosa!

¡Ay, la bendita parálisis por análisis! Ese estado zen en el que nos sentamos frente a todas las opciones, analizamos cada una con la profundidad de un filósofo griego y, al final, terminamos no haciendo nada. Porque claro, todas las opciones tienen sus pros y sus contras, y nosotros somos unos genios incomprendidos que ven más allá de lo evidente. Así que decidimos no decidir, que también es una decisión, pero de esas que no requieren esfuerzo.

Una tarea tan sencilla como elegir entre dos marcas de cereal puede convertirse en una odisea épica, con gráficos, listas de pros y contras, y llamadas a la abuela para conocer su opinión. Al final, por supuesto, terminamos eligiendo la que tiene el juguetito más chulo en la caja.

Una vez tomada la decisión, viene el maravilloso mundo de la justificación. Porque necesitamos convencer a todos y a nosotros mismos de que hemos hecho lo correcto. Aquí es donde brilla nuestra capacidad de racionalizar cualquier cosa. Elegir el trabajo peor pagado, pero que está más cerca de casa, se convierte en una decisión sabia y ecológica porque “ahorro en gasolina y ayudo al planeta”. ¡Bravo!... ¡Puñetas!

Estimados lectores, la toma de decisiones es como el jazz: se basa en la improvisación y muchas veces en acertar de casualidad. Si alguien nos dice que siempre toma decisiones informadas y meditadas, probablemente también nos dirá que nunca se ha comido un pedazo de pizza fría en la madrugada mientras busca las llaves del coche en el refrigerador.

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La toma de decisiones es la salsa secreta de la vida. Sin ella, estaríamos atrapados en un bucle infinito de indecisión, sin avanzar ni retroceder. Y aunque a veces parezca que estamos eligiendo a ciegas, cada elección nos enseña algo, nos moldea y nos lleva un paso más cerca de donde queremos estar, o al menos nos da una buena anécdota que contar en las fiestas. La incertidumbre y las decisiones son lo que nos hacen humanos.

Así que, la próxima vez que se encuentre ante una encrucijada, recuerde: no hay decisiones malas, sólo experiencias interesantes y potenciales historias divertidas. Y si todo falla, siempre puede echarle la culpa al horóscopo. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?

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