El debate actual de la prisión preventiva: ¿automática o justificada?
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La prisión preventiva es una medida de detención provisional para asegurar los fines de un proceso penal. Es decir, antes de que una persona resulte condenada por un juez penal, en ciertos casos y bajo ciertas condiciones, es necesario, útil y razonable asegurar su detención para evitar su fuga, la destrucción de pruebas, el riesgo a las víctimas o cualquier otro peligro real o inminente que impida llevar a la justicia al que debe resultar castigado por la ley.
La cuestión relevante es si el poder penal usa de manera excepcional o no la prisión para iniciar y continuar el juicio. Si el Estado abusa de la prisión preventiva el derecho a la libertad se pone en riesgo. Por el contrario, si no la aplica cuando resulta necesaria puede generar impunidad. La clave entonces radica en generar una política criminal que equilibre estos valores en juego: los criminales deben ser llevados a juicio, pero sin abusos que al final generen arbitrariedad.
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En México, el debate actual plantea los problemas de siempre. Las fiscalías, por un lado, acusan a los jueces de dejar libres a los delincuentes. Los jueces, por su parte, alegan que no se justificó la necesidad de mantener en prisión a la persona a juzgar. El problema social, luego, se genera cuando un presunto delincuente en libertad sigue dañando a la sociedad, o cuando un inocente se deja en la cárcel en forma indebida. Son los extremos de la injusticia.
Esta ley de la prisión preventiva comienza a perfilarse según el desarrollo histórico de los contextos sociales: cuando se evidencia el abuso a la libertad, las reformas penales plantean una mayor exigencia de justificación. Por el contrario, cuando la inseguridad plantea una mayor persecución penal, el recurso de la prisión previa es la solución para evitar la impunidad. De cualquier manera, el punto es el uso razonable de esta política criminal.
En la versión original de la Constitución de 1917, la prisión preventiva se justificaba en todos los delitos que merecían pena privativa de la libertad. A todas las personas se les libraba una orden de aprehensión, se les tomaba su declaración preparatoria y dentro del plazo de tres días se les justificaba o no la formal prisión.
Solo tenían derecho a la libertad en juicio, cuando el juez, según las circunstancias personales y la gravedad del delito, fijaba una caución siempre que el delito no tuviera una pena mayor de cinco años. Por el abuso de las personas en la cárcel sin condena, se reformó la Constitución para permitir la caución en un mayor de delitos. La fórmula era que no excediera el término medio aritmético de cinco años. En el fondo, los criterios originales explican la prisión preventiva como regla general en donde el juez examina si otorga o no la libertad bajo ciertos parámetros.
Este modelo luego se cambió. La Constitución se volvió a reformar para establecer una lista de delitos graves en donde no procediera la libertad bajo caución. La discusión fue luego el listado que el legislador ampliaba y los jueces interpretaban para determinar si el delito estaba o no previsto como grave para prohibir la libertad. Este era el modelo tradicional: la prisión preventiva era necesaria siempre y solo se discutía la libertad en ciertos casos.
Con la reforma del llamado nuevo sistema acusatorio penal (2008), la concepción de la prisión preventiva cambió radicalmente. La Constitución estableció que, por regla general, los procesos se llevan en libertad, salvo que se justifique en forma estricta la prisión preventiva para asegurar los fines del proceso.
Este modelo, sin embargo, se reformó de manera inmediata por ciertos casos sociales que, desde la perspectiva punitiva, exigieron una menor exigibilidad de la prisión preventiva. La idea fue regresar al listado de los delitos graves. Es decir, la prisión preventiva es oficiosa: el juez solo aplica de manera automática la prisión preventiva si el delito por el cual se le sigue el proceso a la persona es considerado como grave. Las reformas posteriores, por tanto, fueron aumentando ese listado.
El uso de la prisión preventiva fue llevado al sistema interamericano. La Corte IDH condenó al Estado mexicano a reformar su Constitución para exigir, en toda detención preventiva, una justificación razonable. A partir de este precedente, los jueces federales comenzaron a exigir la justificación de la prisión preventiva a cargo de las fiscalías. De nuevo comenzó el problema.
La SCJN tiene pendiente de resolver la manera en que debe interpretar la Constitución de la llamada prisión oficiosa para cumplir con la sentencia interamericana. Mientras tanto, los jueces federales comenzaron a generar criterios en materia de suspensión de amparos para que las personas no fueran detenidas de manera automática en delitos graves. Hoy, incluso, estos temas son debate en el Congreso de la Unión.
¿AUTOMÁTICA O JUSTIFICADA?
En el contexto actual, el debate de la prisión preventiva radica en la manera de entender las restricciones a los derechos humanos: categóricas o proporcionales. Pero, además, la metodología de escrutinio judicial exige una doctrina seria y rigurosa para mantener el equilibrio entre libertad y seguridad dentro del proceso penal.
En la idea del Estado, el Poder Judicial juega una función relevante para controlar los actos arbitrarios de las autoridades que transgredan la ley. Los jueces, por tanto, aseguran la voluntad general que una comunidad pacta para regular su actividad social. Al final, el gobierno de los jueces busca erradicar el abuso del poder, de lo contrario, se legitima en perjuicio de los más débiles.
Sin duda, la función judicial resulta incómoda para el poder de la mayoría. Los actores políticos que ganan el respaldo popular tienen una auténtica legitimidad que, en principio, les permite ejercer una discrecionalidad política para cumplir sus compromisos a favor de la comunidad. En esa tarea gubernamental, sin embargo, pueden existir actos que afecten los derechos de las personas. El juez, por ende, es el encargado de protegerlos a pesar de una mayoría en contra.