El gran libro de la guerra (1)

Opinión
/ 25 febrero 2022

¿Guerra? Eso ya no se usa; escucho decir a algún joven.

Sin embargo, entre el ruido de la mediósfera y las populosas posverdades ¿Hay aún algo qué comprender en sus ambiguos entresijos? ¿Puede la literatura ayudarnos para atisbar en las razones y los matices de su abismo demencial? Hagamos un intento.

En los albores de la Primera Gran Guerra (1914-1918), sí, aquella donde se usaron por primera vez a escala masiva las armas químicas, el tanque y la ametralladora; donde las batallas entraron de lleno a las ciudades y un gran porcentaje de su mortandad se debió a la última epidemia mundial de la gripe española o influenza, alguien apuntó tímidamente que “La primera víctima de una guerra es la verdad”.

En un entorno semejante las razones, argumentos y matices morales se diluyen. Lo cierto es que a lo largo de la historia guerra y literatura son acciones indisolubles. No por nada, uno de nuestros líricos originarios fue primero que nada soldado; Arquíloco de Paros (712 a.c-664 a.c) escribió: “En la lanza tengo mi pan negro, en la lanza mi vino de Ismaros, y bebo apoyado en mi lanza.”

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Poetas militares los hay desde Cervantes hasta Ernst Jünger, quien volcó la épica belicista de su juventud en gran parte de su obra, principalmente en dos libros: Sobre los acantilados de mármol (1939) y Tempestades de acero (1920), donde a diferencia del primero, escrito en en clave de fábula, detalla su bautizo de fuego como un jovencísimo oficial en la Primera Guerra.

El gran libro de la guerra es uno que nunca cesa ni termina de escribirse; su filo y su barbarie nos han dejado miles de páginas de la más alta literatura testimonial, desde las vidas a contrapelo de las guerras napoléonicas en Guerra y Paz, hasta desgarradores registros como los de la nóbel y periodista rusa Svetlana Aléxievich, en uno de los libros más deslumbrantes escritos sobre el tema durante el siglo veinte: La Guerra no tiene rostro de mujer (1985), antología de voces en primera persona de las anónimas combatientes rusas en lo que ellas llaman la Gran Guerra Patria. Aléxievich ha dicho sobre el peso de las palabras de los protagonistas: “Siempre pienso “¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!”. Desaparecen en la oscuridad. No hemos sido capaces de capturar el lado conversacional de la vida humana para la literatura. No lo apreciamos, no nos sorprende ni nos encanta. Pero me fascina y me ha hecho su prisionera. Me encanta cómo hablan los seres humanos... me encanta la voz humana solitaria. Es mi más grande amor y mi pasión. Muchas veces he estado conmocionada y asustada de los seres humanos. He experimentado el placer y repugnancia. A veces he querido olvidar lo que he escuchado para volver al momento en que vivía en la ignorancia. Más de una vez, sin embargo, he visto lo sublime en la gente, y he querido llorar”.

El siglo pasado, sin un solo día de paz en el mundo, han arrojado libros maravillosos: El sargento en la nieve (1953), de Mario Rigoni Stern, o aquel feroz vómito contra el sacrificio inútil y el choque de asurdos patrioterismos en la guerra de las Malvinas en Los pichiciegos, la bizarra novela que bajo los efectos de la cocaína tecleó en un par de semanas el escritor argentino Rodolfo Fogwill.

(Continuará...)

alejandroperezcervantes@hotmail.com

Twitter: @perezcervantes7

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