El hombre que encontraba agua
Tengo en mi rancho del Potrero de Ábrego un pozo de agua cristalina. Cuando la bebo me parece que estoy bebiendo el cielo a sorbos. Si a mí eso me parece ¿qué les parecerá la agüita a los trigales, y a los árboles que dan duraznos tan dulces y tan suaves como un seno de mujer, y a los nogales próceres, y a todas las criaturas vegetales que en nuestra mesa y nuestra vida ponen la tortilla y el pan, la sombra, el fruto?
Esa agua la encontró don Salvador Cepeda, de Arteaga. Pasé un día por él muy de mañana, cuando el primer rayo de sol iluminaba apenas la cruz de San Isidro. Y fuimos por la alta sierra hasta el Potrero. Me habían dicho que don Salvador era el mejor buscador de agua en toda la comarca. También me habían dicho que en el Potrero no había agua. Tierra mucha, pero agua no. En Nuncio –el rancho de más abajo– era al revés: había mucha agua, pero las sierras se estrechaban de tal modo que no dejaban tierra para cultivar. En cierta ocasión el tío Sixto dijo que el problema del Potrero se podía resolver en forma fácil: bastaba inclinar el eje del planeta para que las aguas de Nuncio, donde no había tierras, fluyeran al revés, hacia el Potrero, donde no había agua.
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Cuando llegamos al rancho sacó don Salvador de la bolsa de lona que llevaba una gran bola de metal. Era de bronce; me dijo que la había encargado a Francia. Empezó a caminar a grandes trancos por la labor de Los Coyotes al tiempo que hacía girar en lo alto aquella esfera reluciente. Yo veía aquello, y advertía de pronto que la bola descendía y se fijaba, inmóvil, sobre algún punto del terreno. Lo señalaba don Salvador con unas piedras, y seguía su caminar. Al cabo de una hora me dijo sencillamente:
–Aquí.
Me aconsejó que hiciera una noria: el agua estaba tan cerca, aseguró, que ni siquiera se necesitaba una perforadora. Yo no podía creer aquello: todo mundo me había dicho que ahí no había agua. Pero llevé un noriero. A los seis metros empezó a sacar tierra húmeda. A los diez dio con un venero de aguas claras que llenó el pozo con su precioso don. Pusimos un papalote de los que se hacen en Apodaca, Nuevo León. El papalote, adorno del paisaje, gira y gira movido por el viento. Diosito saca el agua para nosotros. Descansa sólo a la caída de la tarde, cuando el aire se aquieta para que se oiga la esquila de la iglesia llamándonos al rezo del rosario. Vuelve el viento, y vuelve a fluir el chorro cantarín, y llena la gran pila donde croan las ranas y nadan los peces de colores.
En primavera llegan las golondrinas. Pasan volando; rozan apenas la quieta superficie de aquella agua tranquila; se llevan en el pico una gotita, y dejan en el espejo un temblor casi invisible. Con esa agua Rosita riega sus dalias y coyoles, y las macetas con esa planta mínima llamada amor de un rato, porque sus flores se abren unos minutos solamente antes de cerrarse otra vez para pasar la noche. Cuando viajo de Monterrey a León o a Aguascalientes, los aviones pasan sobre el Potrero de Ábrego. Yo aguzo la mirada y reconozco la labor de Los Coyotes. A veces veo reflejarse el sol sobre las aguas de mi pequeño estanque.
No puse ahí yo esa agua. La puso don Salvador Cepeda, de Arteaga. Dios le ha dado ya su recompensa a ese hombre bueno que sabía encontrar el agua, que es lo mismo que encontrar la vida.