El jardinero y el gran espíritu de las coníferas
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En mi pueblo hay un poste de madera que es tan viejo y extraño como el vecino que lo tiene a su cuidado. Nadie sabe por qué, pero el anciano vela día y noche por la seguridad del madero que está clavado en su jardín. El poste está lleno de rasgaduras, golpes e inscripciones. Los vecinos creen que es peligroso tener entre ellos ese cadavérico montón de ramas porque su altura es superior a la de los demás postes de la CFE, transporta energía eléctrica y cualquier ventisca podría abatirlo encima de algún niño; pero, sobre todo, la enorme estaca tiene un aire de tótem milenario que infunde terror hasta a los adultos.
Durante mi niñez, los amigos y yo siempre estuvimos influenciados por las historias de los Tobosos y su templo sagrado. Bueno, lo que quedaba de él. El poste de madera había sido, antes de terminar sin follaje, el monumento viviente para adorar a los dioses. Mi lugar de origen tiene su tribu local y hasta hoy le sobreviven dos o tres familias. Estamos orgullosos de ellos porque nos hacen sentir parte de un pasado mágico. Recuerdo que en mi infancia hubo un debate para cederles la reserva natural a los nativos, ya que la mayoría de los antepasados había perdido sus tierras por expropiación. Cuando mis padres y yo llegamos a vivir aquí, la colonia había invadido ya parte del área protegida y la casa del viejo limitaba con el inicio de lo que fue hace años un bosque frondoso, según nos contó la maestra de historia.
El tronco parecía un reclamo de la vida silvestre que hubo en las faldas del cerro. Sin embargo, el grito de protesta, su símbolo de lucha, se vio reducido a poste del alumbrado público. Cual fiel guerrero de la rebelión, el árbol había muerto de pie en batalla. A la fecha, la pértiga aún sostiene los cables de alta tensión y teléfono. Tal vez por eso el anciano se niega a removerlo de su sitio de honor, en el centro de un jardín derruido y abandonado.
El vecino es un hombre de carácter amargo que, continuamente, hace rabietas porque los niños del barrio invaden su jardín para hacer más hendiduras en el tronco o cubrirlo con goma de mascar. “No hagan ruido”, dice con voz cruel, cual bramido de carcelero. El viejo sale con escoba en mano y simula dar estocadas de muerte. Creímos que estaba loco. Nada de lo que hacía nos causaba espanto hasta que un día empezó a repelernos con cierto embrujo que juraba nos iba a echar si seguíamos jugando en su propiedad.
Como siempre fui muy receptivo y de gran imaginación, a la mañana siguiente caía abatido en cama durante días por terror a tales encantamientos.
Apenas éramos unos críos, pero vivimos muchas travesuras; luego crecí y mi mesada ya no fue suficiente. Busqué trabajo en la colonia y, cuando no hallé ninguno, la jardinería fue mi única opción. Papá tuvo la brillante idea de que, si iba a iniciar mi propio negocio, sería con el anciano, ya que había visto un letrero en su puerta, solicitando jardinero. Además, recalcó que si tenía éxito en aquel jardín tan desastroso, provocaría el interés del resto de vecinos.
Al otro día toqué a la puerta y abrió el mismo hombre que me había aterrorizado con sus ritos y maldiciones. El viejo me revisó con la mirada y me preguntó si venía por el empleo. Asentí y él me entregó de inmediato una pila de equipo para arreglar el pasto, flores y arbustos. Antes de abandonarme, me hizo tres advertencias: jamás, por ningún motivo, me quedaría a trabajar de noche; debía hacer mis tareas en completo silencio y, sobre todo, no tenía permitido acercarme al poste de madera.
En esos días no le di importancia a sus peticiones. Estaba aturdido por el caos de hierbajos que había frente a su casa. Miré el jardín repleto de maleza, fierros oxidados, alimañas y basura; evalué su estado deprimente e hice cálculos del tiempo que me tomaría ponerlo a punto para reunir un buen monto de dinero. Resignado, aspiré hondo y di inicio a mi labor; pero, apenas puse un pie encima del terreno, sentí escalofríos. Ignoré esa horrible sensación por desesperanza. Pensé que nunca iba a terminar con aquello: había zapatos ocultos en ovillos de tierra; incluso hallé un par de gorras, tres guantes distintos entre sí y algunas herramientas de labranza. ¿Había escuchado un suspiro o había sido yo? Tosí para aclarar la garganta y sabotear mi propia creatividad, animada por mi fascinación a las películas de horror.
Mi empleo empezó formalmente el sábado por la mañana; vi que no era suficiente mi avance y también trabajé los domingos. Se acercaban las vacaciones de verano y en la escuela pensaba solamente si pasaría mi tiempo libre en el patio del viejo brujo o en el lago con los amigos. Por cierto, ellos no podían creer que conviviera cerca del anciano. En realidad nunca estuve con el vecino, salvo por esos lapsos de instrucción o los días de paga. Me daba órdenes específicas para regar, podar o limpiar ciertas plantas o arbustos. Él no me daba ninguna molestia ni temor. El único problema eran las voces.
No obstante, una ocasión el anciano me obligó a entrar a su domicilio para recoger mi sueldo porque él había salido de viaje. Dijo que entrara por la puerta de atrás con la llave que estaba oculta en una jaula vacía. Accedí y no pude evitar, ya en el interior, la curiosidad. Revisé las fotografías de la pared y descubrí su vida remota como nativo. Y no era cualquier indígena, sino el jefe de la tribu local. Había una foto con marco artesanal colocada estratégicamente en el centro de su colección; ahí se exhibía al anciano con la elegancia del atuendo tradicional y el penacho de su jerarquía. Aun así, el viejo toboso vivía aislado de su clan y en absoluto confinamiento. En la imagen también aparecía el poste de luz, pero en su estado primitivo; es decir, el árbol aún lucía su verdor, la espesura del ramaje y las grecas por todo su tronco. Había sido un ciprés, pino o lo que fuera, bastante orgulloso, capitaneando las huestes del bosque a sus espaldas. Miré por la ventana hacia el jardín y encontré la figura torturada de un héroe, todavía abanderando la resistencia. Quizás el árbol aún hacía alarde de insurrección porque fue considerado una deidad entre aborígenes, un campeón en la defensa de la flora y fauna... Tal vez, las voces eran ecos de sus batallas anteriores.
Días más tarde, se me acabó la paciencia, desobedecí al líder toboso e hice doble turno. Mi labor sería más sencilla si me ponía manos a la obra por la noche. Así acabaría pronto para disfrutar del verano.
Mi área de trabajo, definitivamente, era asombrosa. Durante varios fines de semana había escuchado gemidos procedentes del pasto. En la noche eran más abundantes. “Corre,” era el susurro recurrente. “Vete”, me decían desde el rosal o las macetas. Pero el gimoteo más temible era “Huye” y venía en granel desde el tótem ancestral. Creí que los niños del barrio me hacían bromas; pero cuando hablé con algunos de ellos me confesaron que ni por asomo se acercaban a la casa del anciano brujo.
Mi última noche en aquel jardín rompí todas las reglas y descubrí la tarea sagrada del ermitaño indígena. Traje de casa una podadora con ruedas. Llené el pequeño tanque de gasolina y encendí el motor. No me importó si los vecinos se quejaban del ruido, si llamaban a la policía o si me corrían del trabajo; pero, sobre todo, no quería oír más lamentos en mi turno. Deseaba deshacerme de esa labor tan espantosa que había ensombrecido mi verano.
Llevaba diez minutos el fragor de la máquina cuando tropecé con el piso de tierra. Caí boca arriba y, con la vista de cabeza, vi que la podadora continuaba sola su camino. Miré hacia mis pies y una mano descarnada cogía mi zapato. El puño cerrado sobre mi talón había surgido de la tierra húmeda; los brotes de césped parecían el pelambre de un animal carroñero y los grumos de barro, llagas en la piel.
En este instante, pierdo fuerzas tratando de zafarme. Un montón de manos huesudas y putrefactas también salen de su escondite y sujetan mis brazos, piernas y cadera. Otra atenaza mi cuello. Tampoco consigo liberarme de sus agarres. Lentamente, me hundo en el suelo gelatinoso, como si hubiera caído en arena movediza. Estoy por perder la conciencia cuando un dolor agudo me hace despertar. Alguien me está arrancando la pierna a mordiscos y grito con fuerza hasta que una mano de barro me tapa la boca.
Aunque sigo inmovilizado, miro de reojo que se encienden las luces de la casa. Siento alivio. El guardián del árbol legendario todavía me puede rescatar, aunque sea en pedazos. El anciano abre la puerta de tela y observa hacia donde estoy tendido; pero enseguida sitúa su interés en otro punto y ve que su tótem luce intacto. El espíritu de las coníferas había soportado el exorcismo de la urbanización; pero no tenía la fuerza necesaria para arrullar a su tropa de muertos vivientes. Los zombies de colonizadores españoles, apaches, nómadas salvajes y jardineros desaparecidos, todos invasores por mucho o nada, no se habían alzado nunca contra el talismán que impedía su escape del antiguo cementerio indígena. Sin embargo, el estertor de una máquina podadora hizo tal escándalo, que agitó la fosa de su sepulcro y despertó a los cadáveres de su descanso eterno.
El anciano me mira otra vez, hace un par de negaciones con la cabeza y me grita: “Los muertos no tienen el sueño tan pesado”. Entra a la casa y, antes de cerrar la puerta tras de sí, coloca el mismo rótulo que vio papá: Se busca jardinero. Después, apaga las luces una por una hasta llegar a su recámara y yo cierro los ojos, resignado.