El jocoque, sabrosa maravilla

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Hay dos clases de restoranes: aquellos a donde vas a comer y aquellos a donde vas a que te vean comer. Los primeros son los mejores.
Cuando voy a Aguascalientes me gusta ir a dos restoranes de esos a donde vas a comer. El primero es elegante; se llama “Andrea”. El otro, popular, es la tradicional Cenaduría San Antonio. Pues bien, en mi último viaje a la Termópolis, como llamaba a Aguascalientes un escritor magnílocuo, hice un hallazgo que nunca habría esperado hacer: un espléndido restorán de comida yucateca. Se encuentra en un costado de la pequeña plaza donde está la Escuela Morelos. Entras en ese restorán y te parece estar en Mérida. Ahí desayuné unos inefables huevos motuleños. Si los académicos suecos no se hicieran los suecos fundarían el Premio Nobel de la Cocina Universal, y el primer platillo en ganarlo serían estos huevos motuleños de “La mestiza yucateca”, de Aguascalientes. Describirlos es imposible, por eso les apliqué el adjetivo “inefables”. Lo inefable es lo que no se puede decir con palabras.
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En ese restorán degusté otra gala de cocina que hacía mucho tiempo no gozaba: el jocoque. No estoy hablando del yogur, ni del jocoque árabe; estoy hablando del jocoque tradicional, del nuestro, que se hace con leche bronca en un jarrito de barro que se deja sobre la estufa o al lado de los rescoldos del fogón, para que se haga −como el jocoque− de la noche a la mañana. (Al magnífico rancho de un político local la gente le decía “El jocoque”, porque se hizo así, de la noche a la mañana).
La palabra “jocoque” es mexicana. Proviene del azteca “xococ”, que significa cosa agria. Los bebés, por ejemplo, huelen a “choquío” −así se dice−, cuando la leche que han devuelto se les ha agriado en el babero. También esa palabra, “choquío”, viene de aquel aztequismo, “xococ”.
Ya es difícil encontrar jocoque, pues casi ya no se halla leche sin pasteurizar. Eso nos priva de una delicia gastronómica que además lleva en sí memorias de la infancia, pues antes en todas las casas había jocoque, preparado con la leche que sobraba cada día. Recuerdo un platillo con sabor de paraíso: a los frijoles les ponías un poco de jocoque, y aquello era un prodigio. Ni en el Maxim’s de París han servido nunca algo tan excelso.
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Otras cosas de mucha sustancia y entidad hay en los desayunos de “La mestiza yucateca”. Ahí puedes probar el tradicional atole blanco hecho de masa. Ese atole era bebida de recién paridas, que lo tomaban a fin de tener más leche para sus criaturas. El tal atole era considerado insípido, y para darle sabor se le ponía azúcar, o piloncillo, o un poco de canela en raja o espolvoreada. También a los niños pequeños se les daba atole blanco, “para criarlos”. A los hombres no les gustaba mucho, y nada más lo tomaban cuando andaban maluchos del estómago, o si convalecían de alguna enfermedad. Por eso había un dicho que usaban los señores de edad a quienes el médico les ordenaba moderación en la comida o les imponía alguna rigurosa dieta que ellos desechaban. Rezaba el tal dicho: “Más vale un año de asado de puerco que no dos de atole blanco”.
Cuando vayas a Aguascalientes no dejes de ir a “La mestiza yucateca”. Me agradecerás la recomendación.