La mujer, el ciego y el demonio
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En San Petersburgo compré un antiguo libro de antiguos cuentos rusos en versión bilingüe: una página impresa en lengua rusa, la otra en francés. Los cuentos que ahí vienen no son de autores cultos: Chejov, Turgueniev, Tolstoi, Korolenko... Son cuentos populares; cuentos que ni siquiera fueron escritos, sino que han pasado por tradición oral de una generación a otra.
En ese libro hallé un picaresco cuentecillo que termina con una reflexión seguramente puesta por el anónimo recopilador. No sé si estés de acuerdo con esa reflexión -la trascribiré al final-, pero seguramente disfrutarás la picosa narración.
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Según esto -las narraciones sicalípticas empiezan siempre con ese “Según esto”, para que nadie atribuya la autoría del cuento al narrador- según esto había una mujer casada con un terrateniente. El esposo de la mujer perdió la vista a consecuencia de un rayo que le cayó cerca. El infeliz rezaba de día y de noche; pedía el milagro de volver a ver. Daba cuantiosas limosnas a los popes, o sacerdotes, y éstos ofrecían preces y rogativas a los santos a fin de que los ojos de su generoso protector se abrieran otra vez.
Entre los popes había uno joven y apuesto en el cual la mujer del terrateniente había puesto los ojos desde antes de que su marido perdiera los suyos. Cuando el hombre encegueció la señora vio propicia la ocasión para refocilarse con el pope. El problema es que su esposo, que vivía en la sombra y no gozaba ya la luz del sol, no la dejaba ni a sol ni a sombra, temeroso de que la doña aprovechara su ceguera para adornarle la cabeza. Así, traía siempre a su mujer tomada por la mano. A donde ella iba él iba también; no la soltaba ni un instante.
Pero ningún obstáculo hay que el amor no venza, así sea ese amor de pura carne. O más si es de la pura carne. Un día la fémina mandó recado al pope, que la esperara bajo el tilo que estaba cerca de la casa. Ató a una de las ramas del árbol un guante que rellenó de paja. Luego la sagaz mujer invitó a su esposo a ir bajo del tilo para gozar el fresco de la tarde. Le dijo que llevaría guantes para proteger sus manos de los rayos del sol. Llegados ahí puso en la mano de su marido el guante relleno de paja, y luego se aplicó cumplidamente a yogar con el pope.
Unos campesinos que andaban cerca alcanzaron a ver aquello. Les pareció de gran maldad lo que su ama estaba haciendo en agravio de su marido, pobre ciego. Clamaron al cielo pidiendo el milagro de que su señor recobrara la vista en ese mismo instante, para que viera lo que su mujer estaba haciendo. Y el milagro se hizo: por la infinita misericordia del Señor en ese momento el terrateniente volvió a ver.
Y claro, vio lo que su mujer estaba haciendo.
-¿Qué haces, grandísima puerca? -le gritó.
-¡Loado sea el Cielo! -exclamó la mujer-. Anoche el Señor me dijo en sueños que si me entregaba a su siervo, este pobre pope que vive solo, sin mujer, compensaría mi duro sacrificio devolviéndole la vista a mi amado esposo. Busqué al pope y le pedí por favor que me ayudara; y él se sacrificó igual que yo: pecó también con tal de que el milagro se hiciera.
Al oír aquello el marido, lleno de emoción, se puso de rodillas y dio gracias a Dios, a su mujer y al pope, por haberle abierto los ojos.
Dice el recopilador: “Ahora era en verdad cuando los tenía cerrados”. Y añade la reflexión que anuncié arriba: “Cuando una mujer se quiere salir con la suya tiene más astucias que el demonio”. Eso lo dice el recopilador, no yo. Ya tú sabrás si estás de acuerdo.