El niño de sus ojos

Opinión
/ 12 junio 2023
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A través del vidrio cóncavo de su retrato me mira don Tomás Berlanga. No sé si en verdad me está mirando, pues don Tomás era turnio. Así llaman en el Potrero de Ábrego a los bizcos, también dichos bisojos, trascorneados, trasojados o estrabones. Con un ojo ve hacia Rayones don Tomás; con el otro hacia Jamé.

Del Potrero se vino a vivir a Saltillo don Tomás Berlanga. Ya se sabe lo que las grandes urbes suelen obrar en quienes llegan de lugares chicos. Estudió en el Ateneo. Después, ya abogado, se hizo positivista y ardiente liberal. Alguna vez vi una fotografía en la cual aparece con un mandil masónico. En este retrato también sale turnio don Tomás, con la mirada puesta al mismo tiempo en la columna de Oriente y en la del Occidente.

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Creía el licenciado en el Gran Arquitecto del Universo, pero no creía en el Santo Cristo de la Capilla. Su esposa, catolicísima mujer, sufría y se angustiaba con la incredulidad de su marido. La buena señora no leía los periódicos para no enterarse de las demasías que contra el clero predicaba don Tomás en sus largas tiradas oratorias, todas dedicadas a encomiar el progreso y a vituperar las caliginosas sombras salidas de la sotana y el bonete.

Con todo, tenía el alma buena don Tomás. Los azares de la política lo llevaron a la Ciudad de México. Una noche, cuando volvía a su casa, se topó con un muchacho de aspecto hosco y sombrío que sin decir palabra fue hacia él. El licenciado Berlanga creyó que lo iba a asaltar. Cuando lo tuvo cerca vio que el joven tenía los ojos llenos de lágrimas (eran la mitad de las que don Tomás le vio, pues su bizquera lo hacía mirar doble, pero de cualquier modo eran bastantes). Entre sollozos el muchacho le pidió que lo ayudara con lo que fuera su voluntad: su abuela acababa de morir; su madre fenecía de hambre, y él no tenía con qué enterrar a una y con qué dar pan a la otra.

Don Tomás, ya lo dije, era positivista. Así, sólo creía lo que sus ojos podían ver, aunque no vieran bien. Pidió al muchacho que lo llevara a su casa para cerciorarse de que era verdad lo que decía, no fuera que los dineros los empleara en algún uso mejor, como emborracharse o ir con mujeres de la mala vida, que suelen ser más entretenidas que las de la vida buena. El muchacho lo condujo a una habitación misérrima en uno de los barrios más bajos de la capital. En efecto: tendida en un petate, alumbrada por cuatro velas de sebo, yacía la abuela. No sé si se murió para no hacer quedar mal a su nieto, pero lo cierto es que estaba muerta. (¡Ah, la abnegación de las mujeres!). En otro rincón la madre lloraba su hambre y su orfandad, seguramente en ese orden.

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Con abundancia socorrió don Tomás a aquella pobre gente. Se hizo cargo de los gastos del entierro, que al parecer no fueron muchos porque la abuela era chaparrita. Luego llevó al muchacho y a su madre a la casa en que vivía en la Capital. Al muchacho −se llamaba Fernando− lo hizo su valet; de la señora hizo una experta ama de llaves. Cuando regresó a Saltillo los trajo consigo, y ambos le sirvieron hasta que el licenciado Berlanga murió.

Lo que quiero decir es que no hemos de juzgar a los hombres por sus ideas, o viendo si usan mandil o no, o si están bizcos o miran con derechura a las personas. Lo que hay que considerar son sus obras. Y las de don Tomás Berlanga fueron siempre buenas. Tenía gran corazón este señor nacido en el Potrero de Ábrego, en la misma casa donde ahora vivimos nosotros. Si a veces sus retóricas de orador grandilocuente lo hacían decir algunas cosas desaforadas, sus dichos han de perdonársele por sus buenos hechos. El bien, que es manifestación externa del amor, ha de contar más que todas las palabras y todas las ideas.

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