El respeto en primera persona

Opinión
/ 16 diciembre 2023

Don Daniel, ya les he hablado de él a quienes hacen favor de leerme, mi maestro de poesía, de dicción, de teatro, quien hizo que me enamorara de la literatura de la mano de toda esa pléyade de escritores españoles de la talla de León Felipe, de Rafael Alberti, de Benito Pérez Galdós, de Rafael de León, de Federico García Lorca, de mexicanos, como Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno... sería interminable la lista, también me hablaba de que la búsqueda del sentido de la vida y de las decisiones que tomamos, va con nosotros a lo largo de nuestra existencia.

Que buscamos explicación de lo que acontece, porque no comulgamos con aquello de que las cosas suceden nada más porque sí, y subrayaba mi inolvidable mentor, que eso obedecía a nuestra necesidad de creer en algo, que se trataba de una demanda interior muy humana. En 1946, el psiquiatra austriaco Viktor Frankl escribió su libro: “El hombre en busca de sentido”, y narraba sus experiencias en los campos de concentración nazis tratando de explicar cómo hacer frente a una vivencia tan sobrecogedora.

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Y expresa en su texto que disentía de Freud, para quien la vida era una búsqueda de placer, o de poder, como afirmaba Alfred Adler, que para él era la búsqueda de su significado. Y todo este largo preámbulo viene a colación, porque yo no sé usted, generoso leyente, pero a mí, cada día me resulta más difícil entender el sentido de nuestra realidad. Parece que estuviéramos empecinados en hacernos el harakiri.

Me sobrecoge el alma como hemos ido perdiendo nuestro sentido de humanidad, y como la irracionalidad se ha ido apoderando de nuestro interior, y nos quedamos como si nada estuviera sucediendo, simplemente lo evadimos.

Hay quienes creen lo que les hagan creer, porque en su vida han trabajado ni se han ocupado de prepararse, y están conformes con la condición de parias al que los han condenado y ellos aceptado, quienes los dominan para utilizarlos como si tratara de objetos de alquiler.

Luego están los arrogantes, los que creen que ni el aire que respiran los merece, se están quintuplicando como hongos, los hay en todos los niveles socioeconómicos, y están los tibios, esos cuya “filosofía” abreva en volver la cara hacia otro lado, fingir demencia y que todo siga igual...al cabo que a ellos ni fu ni fa.

Y también están los que gritan como Agar en el desierto, pero no hacen mayoría, son los menos... ¿Cómo llegamos a esto? ¿Qué nos pasó como generación? ¿Qué ha pasado con los padres de tanto huérfano que deambula perdido en sí mismo? ¿Por qué se desafanaron de su descendencia?

Padecen una soledad interior sobrecogedora. Son hijos del Internet, de las redes sociales, de la inmediatez, de la superficialidad, del individualismo llevado al extremo... es el ver lo que los domina, la apariencia la que los mandata... y todo eso los va llevando a la soledad que se vive en medio de tanta gente. ¿A dónde vamos como “sociedad”, en estas condiciones? ¿Por qué estamos permitiendo la extinción del ser gregario que somos por naturaleza?

Medio mundo está pegado al celular, ya no ve lo que existe a su alrededor, al paso que vamos, los niños que lleguen en un futuro no muy lejano, van a nacer sin cuerdas vocales, con el dedo índice crecido al triple del tamaño que hoy tenemos, y el cuello inclinado hacia adelante. Disculpe la exageración, pero no ando tan perdida. Pertenezco a una generación en la que crecimos de la mano de nuestros padres, en casa aprendíamos valores como la generosidad, la integridad, la honestidad, la equidad.

En la que darle un par de nalgadas al chiquillo para “meterlo en cintura”, como decía mi madre, no era motivo de denuncia ante derechos humanos, ni demandaba ser paciente del psicólogo. Viví tiempos en los que la disciplina y el orden, no eran sinónimo de malos tratos, ni motivo de traumas, sino el favor más grande que te hacían tus padres para que fueras un adulto claro de tus deberes y obligaciones. Yo fui una niña muy rebelde, y le agradezco a Dios que me haya dado como mamá a un mariscal de campo.

En la escuela no solo nos enseñaban nuestros maestros a leer y a escribir, sino a pensar y a razonar. A no considerar el estudio como una carga que a la de a fuerza te tenías que echar encima, sino como un instrumento para descubrir los talentos que tenías y todo lo bueno que podías hacer con ellos.

Los conocimientos recibidos no solo eran útiles para el desarrollo del intelecto –que ya es de aplaudirse– sino para que todo lo que aprendieras se convirtiera en acicate para seguir creciendo.

Entre más aprendan -nos decía mi maestra de tercer año de primaria- van a ser mejores personas y ciudadanos de bien. Crecí con esa mística, con esa fuerza interior que te convierte en alguien que cree en sí mismo, y con esos arraigos es muy difícil que claudiques, que te des por vencido cuando te has fijado una meta. Hoy, tristemente, lo que abundan son personas de cristal, y esas se rompen con demasiada facilidad.

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Por eso el mundo de hoy, tan orgulloso de los avances tecnológicos -con los que por supuesto no estoy peleada y reconozco su aportación en el ámbito de las ciencias– es blanco fácil de guerras, de soledad, de venganza, de una hambre de poder insaciable, podrido de mentiras, de corrupción, de violencia en todas sus infaustas formas. Y esta carga tan pesada de descomposición atraviesa todo el quehacer humano. De ahí el tamaño del daño que está generando. No nos permitamos convertirnos en turba, porque la turba ya no razona, la ciega la carga de odio, y es capaz de las peores bestialidades, con perdón de las bestias porque ellas son irracionales. Y la Historia da cuenta de las barbaries cometidas por el hombre contra el hombre.

Defendamos nuestra integridad, hagamos causa común, somos seres dotados de esa preciosa esencia que es la dignidad, ese derecho inherente que nos corresponde por el solo hecho de ser personas. Démosle sentido a nuestra vida, empeñémonos en hallar el propósito que justifique nuestra existencia individual en este universo del que somos parte sustantiva. Empecemos por reconocer y respetar nuestra propia dignidad, sin duda que vamos a ser personas más felices.

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