El taxista errante
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No es fácil ser nuevo en una ciudad agreste. Llegué una lluviosa y fría tarde de domingo. El verano es caprichoso como todo lo que emerge en este sitio. Hasta aquí me trajo la piel canela más dulce que pueda poseer una mujer. Una fémina con nombre de deidad griega a la que había amado, incluso en sus días más sinuosos.
El trayecto se tiene que hacer por carretera porque, en involuntaria oposición a la modernidad, la ciudad no cuenta con un aeropuerto funcional. Una vez fuera de la precaria central camionera, encaminé mis pasos calle abajo, -paradójicamente- hacia el norte. En esta urbe los puntos cardinales tienen sus propios designios, su geografía posee una azarosa inclinación.
El ajetreado viaje me produjo un gran apetito, así que me introduje en el primer restaurante que encontré a mi paso. A juzgar por el bullicio, lo más apetitoso en el aquel merendero no era la comida, sino la charla que en él se ofrecía, y como viajo con bandera de foráneo, me senté en la barra: el lugar perfecto para quienes preferimos pasar por objetos inanimados en ausencia de alguna compañía.
El hombre de junto comenzó la charla sin más:
• ¿Nuevo por aquí?
• Sí, más o menos.
• Tiene cara de que lo trae un amor...
• Bueno, uno no manda en sus obsesiones.
Aquel tipo chopeaba un pedazo de bolillo -que por estos lares llaman pan francés- en la sopa entre cada frase como si ejerciera un mantra.
• Y hace bien. Si yo tuviera su edad ¡uy! Andaría de aquí para allá...
Irónicamente, el hombre era más joven que yo. Un anciano prematuro.
• ...soy taxista, lo he sido toda mi vida. No sé otra cosa, pero también hago de psicólogo, vigilante, consejero espiritual, abogado, asistente personal y hasta de mandadero. El asiento trasero de mi carro es un diván nómada.
• Debe ser interesante hablar con tanta gente y de una infinidad de temas.
• Sí, por ahí dicen que cada uno es “un cosmos en sí mismo”. En el taxi te puedes enterar de muchos rollos, incluso algunos que preferiría evitar, pero el hambre no perdona; es canija. Lo que sí es que la ciudad es bonita ¿a poco no?
• También dicen que “la belleza está en el ojo del observador”.
• Con razón me cargo la fama de tener mal gusto ¿Ya tiene pensado qué hacer estos días?
• No, conozco poco la ciudad.
• Pues también hago de guía de turistas ¿Ha visto las montañas que se encuentran hacia el oriente de la ciudad? Pues está rechulo ahí: hay cabañas, riachuelos, muchos árboles ¡son otros aires! Es como para ir un fin de semana y desconectarse del mundo. Si se anima a darse la vuelta por allá, seguro se la pasa a todo dar. Puede ir en familia, y si es de parejas, ni le cuento. Ahí usted imagíneselo. Lo malo es que para allá no voy, mi amigo. Me queda lejos y el carro se enloda todo.
Aquel hombre se expresaba con un nivel de teatralidad que robaba, no sólo mi mirada, sino también la de las mesas vecinas. Si bien eso me incomodaba, era tarde para frenar la plática, el hechizo de su monólogo me tenía embelesado. Era un encantador de serpientes... o de turistas, en todo caso.
• Ahora que si se siente bucólico, lo mejor es que vaya para el sur. La ganadería y la agricultura dan la sensación de otro tiempo. Además, por aquellos rumbos se come riquísimo, ahí puede encontrar el mejor pan casero. Lo único malo es la carretera, deberían llevar a un paleontólogo para que averigüe porqué no ha evolucionado. Es una vía de dos carriles: uno de ida y otro de regreso; pero pasa una cantidad increíble de camiones, autobuses, automóviles y hasta tractores. Toda la modernidad de la industria se tiene que desplazar por un camino pedestre y peligroso. Por eso para allá no voy, y la verdad es que sí salen “carreras” para esos lados. Nunca falta alguien a quien se le hace tarde para alcanzar el autobús del trabajo y tiene que desembolsar más de lo que gana en un día para llegar a reponerlo. Pero me niego, no es que sea un insurrecto, pero es mi manera de protestar por el desinterés gubernamental que sufre aquella vía. No más imagínese el estrés de conducir por un lugar así.
• ¿Y entonces para dónde sí va?
• Pues para donde salga trabajo, la chamba es la chamba; y a los chamacos no se les puede deber el domingo, están peor que los banqueros, no la perdonan. Ahora que si para el oriente está la “sierra azul”, enfrentito están los cerros cafés, todo en ellos es desierto: desde las faldas hasta la base de la cruz que adorna su cima. La dualidad de las murallas que protegen esta ciudad es antojadiza. En derredor de ellos hay una serie de colonias muy jocosas, pero de cuidado para transitar por ellas. Váyase ahí un fin de semana, pero tempranito para que camine por los mercados ambulantes que ahí se instalan; se encuentra de todo, sobre todo aquello que no está buscando: animales, comida, electrodomésticos, facturas y todos los enseres sus ojos hayan visto.
• ¿Podré encontrar una pistola?
• Mientras no sea de agua, sí.
El ruletero describía cada calle de esa zona con un brillo en los ojos. Paradójicamente, mientras promocionaba toda una gama de artículos ofertados a precios bajísimos, me contaba de los peligros que deambulaban por aquellas ignotas calles de dios. Un sofista del comercio en pleno siglo XXI, y lejos de Grecia.
• Entonces ¿le doy mi dirección y usted pasa por mí para llevarme allá?
• Híjole, joven, no se va a poder. Le estoy diciendo cómo está la cosa de la seguridad en esos lados; ya me han sacado el filero tres veces en la misma calle. Mire no más cómo me dejaron el brazo. Por eso para allá no voy.
• ... Ahora que lo rococó está pal’ norte. Ahí se encuentra las grandes marcas y los almacenes internacionales. Puro glamour; pero váyase bien precavido no lo vaya a detener un operativo de tarjeta de crédito ¡Cuál licencia de conducir! Poderoso caballero es don meses sin intereses. Por eso para allá no voy, la gente de aquella zona usa otros medios de transporte; y si es para que me hagan un desaire, mejor me voy a mi casa, faltaba más... bueno, lo dejo porque tengo que ir a chambear. Está muy fregado el jale y, de lo contrario, mis hijos sólo se van a comer mis palabras.
Me lo merecía por falta de sentido común.