El vendedor de Palabras II
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Ayer confesé que en una ocasión fui vendedor de Biblias en un pueblo del sur de Texas y que recorrí las calles pregonando una canción sobre Zaqueo.
Y a todo esto ¿quién era ese Zaqueo? Nos lo dice el evangelista Lucas en el capítulo 19 de su libro. Zaqueo era publicano, o sea cobrador de impuestos. Pertenecía, pues, a un grupo que entonces era muy odiado por la gente, y ahora más. Vivía en Jericó, y era muy chaparrito. Cuando Jesús llegó a esa ciudad Zaqueo lo quiso ver, pero su desmedrada estatura le impedía mirarlo, pues la numerosa concurrencia que acudió a recibir al Rabí le tapaba la visión.
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Los chaparritos, sin embargo, son muy listos. Para muestra basta un Napoleón. Trepó Zaqueo a las ramas de un alto sicomoro y desde ahí pudo ver muy bien al Maestro. Lo vio también Jesús y le dijo: “Baja de ahí, Zaqueo, pues voy a llegar a tu casa”.
La gente murmuraba. “¿Cómo es posible -se preguntaban todos-, que llegue a la casa de un pecador?”. Parece, sin embargo, que el Señor siente una gran simpatía por los pecadores, pues todo lo deja para ir en busca de uno solo de ellos. (En esa esperanza vivo yo, aun sin merecer ni siquiera esa esperanza). El caso es que la mera presencia de Jesús curó a Zaqueo de sus males de alma. Recibió a Jesús en su casa, ahí se puso en pie -a todos les pareció que seguía sentado- y prometió que lo que había quitado indebidamente a su prójimo lo devolvería cuadruplicado.
Una vez alguien me preguntó mi religión y mi estado civil. Respondí: “Soy católico. Creyente, no practicante. Y soy casado. Practicante, no creyente”. Por no ser practicante de mi religión -gran culpa que confieso con vergüenza- me pierdo de muchas cosas buenas, y soy proclive a bastantes cosas malas. Por ejemplo, me privo de oír buenos sermones. (En compensación también me libro de escuchar kilométricas homilías de áspera y soberbia reprensión).
Cierto día, el padre Sepúlveda, amable sacerdote, estaba predicando en su misa, y recordó a Zaqueo. Contó cómo se había comprometido a dar cuatro veces de lo que había quitado. “Ustedes, niños -dijo a los pequeños que se congregan al pie del altar -, deben obedecer siempre a sus papás, por todas las veces que los han desobedecido. Ustedes, señores, si no pagaron alguna vez lo que debían están obligados a cubrir con intereses esa deuda. Y ustedes, señoras, si alguna vez se negaron al amor de su marido deben cumplir cuatro veces ese compromiso”. Hizo una pausa el padre Sepúlveda y completó la idea: “Eso si su marido tiene fuerzas suficientes para cobrarles lo debido”.
Así dijo el padre Sepúlveda; luego sonrió con esa sonrisa suya, contagiosa, y enseguida se cubrió el rostro como si lo ruborizara haber dicho lo que dijo. La gente, mientras tanto, reía regocijadamente.
Yo siento no haber estado ahí: habría reído también, con risa más sonora que las otras, pues me gusta celebrar una buena ocurrencia. También habría recordado algunas frases que he leído. Por ejemplo ésta, de Chesterton: “Los ángeles vuelan porque son ligeros. Lucifer cayó por gravedad”. (Gravedad, ya se sabe, es sinónimo de solemnidad). Y esta otra frase, aún mejor: “Sean alegres. Déjenle la tristeza al diablo. Él sí tiene razón para estar triste”. Eso lo dijo San Francisco de Asís.