La palabra “corcholata” se describe a sí misma desde el momento en que la enunciamos. Tratándose de un término yuxtapuesto, son fácilmente reconocibles los elementos que la componen. En efecto, cuando la generación X estábamos en pañales, las tapas de refrescos y otras beberecuas estaban hechas de latón forrado con corcho, lo que evitaba que el líquido entrara en contacto con el metal.
Pero los nobles alcornoques se pusieron en huelga y pronto no hubo corcho ni para las botellas de vino, por lo que la industria refresquera comenzó a recubrir las “corcholatas” con una película de goma o caucho, aunque el nombre original se les quedó.
Luego, un auténtico genio del marketing (no los pendejazos que tenemos hoy en día) tuvo la feliz ocurrencia de hacer del destape algo más emocionante que un ritual previo al consumo de una refrescante bebida y comenzamos a ver promociones y sorteos con impresiones en la parte interior de la corcholata.
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Mi memoria más remota a este respecto data de 1978 cuando, durante el Mundial de Argentina, las corcholatas (fichas las llamábamos) venían con los escudos de los países contendientes, y con las cuales −y la ayuda de una pequeña lenteja de plástico− se podía jugar un rudimentario futbolito de mesa.
Pero jugar con corcholatas dejó de ser divertido gracias a la aparición de los videojuegos y las compañías refresqueras decidieron simplemente dar regalos bajo distintas modalidades.
Creo que ha sido PepsiCo en mayor medida la refresquera más preocupada en realizar promociones, tratando siempre de arrebatarle un porcentaje del mercado a la industria líder, la del Oso Polar, que no tiene necesidad de invertir tanto en estas estrategias.
Y aunque han hecho cualquier cantidad de campañas, destaco dos: una es la de juntar mitades. Ya sabe usted, la tapa de cada refresco venía marcada con la mitad de un regalo, digamos la mitad izquierda de una bicicleta. De manera que sólo había que localizar a aquel que tuviera la corcholata con la mitad derecha de la bici (aunque lo más probable es que estuviera en una favela de Río de Janeiro) y luego, ya con ambas mitades, juntos y muy contentos ir a reclamar el premio para, una de dos, matarse con la contraparte con tal de tener la bicicleta completa o bien, casarse con esa persona para compartir la bici y el resto de su vida.
Luego, está el caso de los Pepsi Puntos. En su afán por conectar con “la chaviza”, Pepsi inició en los años noventa la campaña de los Pepsi Puntos. Cada compra otorgaba una cantidad de puntos acumulables que eran luego canjeables por los distintos regalos de un catálogo: Artículos deportivos, ropa, videojuegos, etcétera. Así por ejemplo, una camiseta valía 75 Pepsi Puntos, unas gafas 175, una chaqueta de piel valía mil 450 y así.
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El error estuvo en que, a manera de chiste, como mera broma, el comercial para televisión presentaba a un chavo muy “cool” llegando a la escuela en un avión caza de combate Harrier que −siempre en tono de farsa− se “anunciaba” con un valor de 7 millones de Pepsi Puntos. Pero un chico hizo unos cuantos cálculos y concluyó que 7 millones de Pepsi Puntos no estaban del todo fuera de la realidad, que era factible reunirlos y así lo hizo. Luego, en compañía de un grupo de abogados, reclamó su avión caza con un valor de 30 millones de dólares, poniendo por un momento a la compañía en serios aprietos legales. Hay un documental de Netflix al respecto por si quiere saber más detalles.
Mientras México siga siendo el país más refresquero del planeta, las corcholatas (y su siguiente salto evolutivo, las taparroscas) seguirán siendo parte sustancial de nuestras vidas, anunciándose con esa sonora liberación de gas carbónico que antecede su refrescante efervescencia para producir luego otro inconfundible sonido cuando chocan con el suelo. De igual manera, las corcholatas políticas, un día son motivo de burbujeante algarabía y al otro están en el piso desechadas.
El dueño de todas las corcholatas se ríe, no obstante se le están convirtiendo en un quebradero de cabeza. Seguramente le divierte mucho el poder que tiene sobre éstas, pues no llena con el cargo que ocupa, sino que, a punto de iniciar el año de Hidalgo, se regodea en mangonear al siguiente Presidente de México, quien sea que resulte.
En un escenario ideal, a AMLO le habría gustado tener una nutrida colección de corcholatas bien posicionadas y escoger de entre ellas a la más afín a sus ideales, proyecto y convicciones (por nulos, inexistente o equivocados que estos sean). Pero es tan perezoso e indolente, y como en su administración nadie brilla más que él, al final sólo tiene dos, dos corcholatas; no seis, no cuatro, ni tres... Dos: Chelo y la Shein; la Shein y Chelo.
Del resto ni para qué ocuparnos, son tan irrelevantes que sus aspiraciones despertarían ternura, de no ser porque es mera, vil y pedestre ambición.
No obstante, López Obrador tiene la capacidad de hacer presidente a quien él decida; su arrastre de masas y activo electoral todavía pueden hacer de un don nadie el próximo en la línea de sucesión. Pero no vaya a ser que la oposición logre levantar una candidatura medianamente seria, convincente y de unidad, por lo que más valdría no arriesgarse.
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De las dos corcholatas realmente en juego, Claudia es sólo un guiñol de AMLO, no existe, ni tiene voz propia, ni identidad, ni iniciativa cual ninguna. Si el Presidente le saca del trasero la mano con la que la mueve, es un pedazo de trapo inanimado. Su ventaja aparente es producto de esta simbiosis ventrílocuo-monigote; y si algo le ha permitido proyectarse y gastar en su ilegal campaña anticipada es la gubernatura de la CDMX, por eso se mostraba renuente a la renuncia, pero ya no le queda de otra.
Marcelo ha arreglado cada entuerto diplomático en el que gratuitamente se ha metido el Presidente y este “se la debe” al excanciller, aunque la palabra no es el rasgo más distintivo de López Obrador, quien seguramente prefiere dejar a una total codependiente suya, como Claudia.
Ebrard goza de la preferencia de quienes aún ven con buenos ojos al movimiento, pero desean algo más moderado que los excesos del tlatoani. Y también podría convencer a un segmento de los electores de oposición que ven en él una escapatoria realista de la 4T desde la 4T misma.
Y en un dado caso, y si los líderes del PRI, PAN y PRD no siguen empeñados en ser ellos mismos los candidatos, un Marcelo exiliado podría ser un excelente candidato de oposición.
Marcelo no es ni por asomo perfecto o intachable, arrastra sus escándalos y no le ayuda en modo ninguno sacarse fotos con Pío López, pero está en posición de contender. Resistió con paciencia y cálculo la contienda por llegar con vida a la antesala por la sucesión.
Podría (podría dije) ser la corcholata que nos encamine hacia la restauración de la democracia, tan menoscabada en los últimos cinco años; porque la otra sólo dice “gracias por participar”.