Hijos de cicatrices: sobre el autocuidado y los espacios seguros
Durante mis años de formación, tuve un maestro que afirmaba que “todos los actores son hijos de una cicatriz”. Resulta quizás exagerado generalizar y peligroso perpetuar el cliché del artista – y sobretodo el artista escénico – como un ser humano turbulento cuyo pasado le pesa y cuyo presente parece sacado de los mismos dramas que se dedica a representar. Sin embargo, si hiciera una lista mental rápida – y por ello totalmente parcial – de colegas, amigos y conocidos que se dedican a la actuación, no podría refutar completamente la afirmación de mi querido maestro.
Pensar si el actor es dramático porque hace teatro o si decidió hacer teatro porque ya era dramático es una situación tan complicada como la del huevo y la gallina. La realidad es que todo artista es un ser sensible, y muchos de ellos llevan la sensibilidad a flor de piel a su vida diaria. Se nos entrena para ser seres humanos con capacidad para acceder a las emociones, no nos culpen cuando se salen un poco de control.
Los tiempos cambian y con ello también las maneras de ver al teatro; dudo que los actores dejemos de ser un poco “sensibles de más”, lo que sí es perceptible en los últimos años, es la atención al autocuidado que se está intentando dar, tanto dentro de los procesos escénicos como dentro del ámbito pedagógico. Es importante cuidar al actor, y es importante que el actor se cuide.
Siempre se ha considerado que el artista escénico debe cuidar su cuerpo, mismo que se considera su materia prima de trabajo, pero es importante también cuidar la salud mental. Si en otros tiempos, métodos como los del Actors Studio eran considerados el tope del virtuosismo actoral, hoy, aunque su método sigue vigente en el cine, en el teatro se le llega a considerar poco funcional y un tanto peligroso, por lo que que se han impulsado nuevas reinterpretaciones del Método Stanislavski que se alejan de los condicionamientos psicológicos para enfocarse más, de hecho, en las acciones físicas que el propio nombre oficial – Método de las Acciones Físicas – sugiere. La materia prima del teatro son otros seres humanos, y eso nunca debe olvidarse.
Un aspecto que es común olvidar tanto en las escuelas como en los procesos, por ejemplo, es que como seres humanos que cargan una buena dosis de heridas emocionales, es normal que los actores – profesionales y en formación – se sientan al inicio un poco vulnerables. Es normal no sentir la total confianza para mostrarse, así como así, ante un nuevo equipo de trabajo. Desnudarse físicamente es difícil, desnudarse emocionalmente de manera verdadera y honesta, es aún más difícil.
Es por el miedo a ser juzgado que ese mismo actor que puede parecer tan histriónico y abierto en público, puede intimidarse ante un pequeño grupo en una sala de ensayos. Lo que vemos en el escenario es el trabajo “terminado” de un proceso de construcción de un personaje, de una máscara, de alguien que no es precisamente el actor, aunque tiene partes de él. En cambio, para llegar a ese punto, en la sala de ensayos tuvo que haber un acto de abandono – irónicamente – de las máscaras que se usan en el día a día. Para llenar es necesario vaciar y para actuar es necesario primero dejar de fingir. Ningún actor tendrá el acceso completo a sus capacidades expresivas sin primero cumplir con ese acto de abandono, pero sobretodo de confianza. Porque ese acto nunca se hace en la soledad.
Por eso es que es tan importante la creación de un ambiente seguro en todos los casos, pero especialmente en los de formación de actores. Una persona que no se siente segura nunca soltará las defensas que le protegen. El artista escénico necesita condiciones de calma y seguridad, sin ellas, no podemos pedir más que actitudes superpuestas e interpretaciones forzadas. Cuando existe el ambiente seguro, existe también la confianza para crear sin miedo y la valentía para equivocarse; porque detrás de cada éxito hay previamente muchos errores.
En una sociedad como la contemporánea ese tipo de espacios honestamente parecen un lujo. Quien sabe, y tal vez por eso el teatro acaba atrayendo cierto tipo de personas, aquellas que mi maestro – no sin un curioso dejo de orgullo – llamaba “hijos de las cicatrices”.