Historia de un loco amor
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Cayó el muchacho en manos de aquella mujer. Y ya se sabe que caer en manos de una mujer no es lo mismo que caer en sus brazos.
Traía el infeliz sorbido el seso, el poco seso que aquella locura de amor le había dejado. Por la mujer aquella se bebía los vientos, por ella andaba como sonámbulo, igual que noctívago fantasma. Le hablaban y no oía; veía y no miraba nada; iba a todas partes y a ninguna llegaba. Andaba, como dicen, en la luna, en Babia.
Y la mujer no era una María Goretti, no, qué va. Había tenido dimes y diretes con casi todos los hombres del pueblo. Y no era chico el pueblo. Diez mil habitantes según el censo último, la mitad hombres, y de ellos más de tres mil en edad ya de ejercer.
De modo que ya se sabrá cómo era la mujer. Homobono es nombre raro. Ella había tenido lo menos ya tres Homobonos.
Se encaprichó el doncel con ella y dio en la peregrina idea de desposarla. Con ella se quería casar. Y era quizás el único que no le había contado los lunares del cuerpo.
La madre del muchacho se angustió. ¿Cómo ver a su hijo casado con aquella pelandusca, con aquella zorra, perdida, tía, buscona, pelleja, tusona, coima, meretriz?
Fue la madre a la catedral y le encendió un cirio a Santa Eduviges de Hungría, patrona de causas desesperadas, y otro a Santa Lucía, que dicen abre los ojos de los que no ven. Le rezó una novena a San Judas Tadeo, el santo de los imposibles. Por último, para mayor seguridad, compró en el mercado unos polvos de la Madre Celestina y los dispersó abajo de la cama de su hijo después de rezar el ensalmo de las Siete Verdades.
Finalmente se encaró con su hijo en la soledad de su recámara de viuda y de buenas a primeras le preguntó si era cierto lo que en el pueblo se decía, que se iba a casar con la Pamiana, y que ella se jactaba de que de blanco iba a ir a la iglesia, y sin puntitos de color en el vestido como debían ir las que al altar llegaban ya sin la flor de su virginidad. El muchacho dijo que sí. Que ya sabía lo que era la mujer, pero que ella le había jurado y perjurado que cambiaría de vida, y que le sería fiel, por lo menos frecuentemente. Había que tener caridad con ella, dijo el muchacho, y pensar que no sería ya lo que antes había sido.
La madre entonces no respondió directamente a los pronunciamientos y alegatos de su hijo. Le recitó sólo una cuarteta que había oído de labios de su padre.
“...Nunca compres mula manca
pensando que ha de sanar.
Si de sana se fue a manca,
de manca ¿a dónde no irá?...”.
El muchacho no respondió nada. Se quedó cavilando, y caviloso se le vio por unos días.
Después fue otro, como si hubiera salido de un pozo. Dejó de ver a la mujer, que estaba ya tan vista, y el matrimonio arreglado se desarregló.
La madre no sabía si dar las gracias a Santa Eduviges, a Santa Lucía, a San Judas Tadeo a la Madre Celestina o a los versitos aquellos de la mula manca.