Historia para no ser contada
COMPARTIR
TEMAS
La historia que voy a contar es real. Eso puede quitarle interés, pues la realidad suele ser poco interesante, al menos en lo general. ¿Por qué llegaron a interesar tanto hace ya años los llamados “reality shows”? Porque no eran reales. Es cierto: a veces la realidad es la batalla de Waterloo, y entonces sí se pone interesante. Pero ésa es una excepción. En promedio la realidad es más aburrida que un mal sermón. Mi historia de hoy trata de dos señoras, amigas entre sí, que cierto día fueron a Las Vegas. Lo hacían frecuentemente, pues les gustaba mucho el juego. Distraían dinero del gasto; hurgaban en la cartera del marido; vendían esta joyita o aquélla; pero siempre se las arreglaban para tener dinero para el pasaje y la jugada. Esa vez tuvieron mala suerte. Tan mala que no les quedó dinero ni para pagar la cuenta del hotel. Sus tarjetas de crédito estaban agotadas. Se les ocurrió entonces una idea desesperada. ¿Cuál es el modo más antiguo en que una mujer puede obtener dinero? Ése. Fueron con un botones del hotel, le dieron una propina y le pidieron que discretamente difundiera el rumor de que había dos señoras en el hotel dispuestas a hacer pasar a cualquiera un agradable rato. El botones puso el asunto en conocimiento de su jefe, y éste avisó a la gerencia: estaban en el hotel dos prostitutas. Antes de lo esperado las señoras recibieron en su habitación la discreta visita de dos caballeros. Pero no eran clientes; eran policías. Las esposaron, las subieron a una patrulla y las llevaron a un cuartel policíaco. Ahí las ficharon y las metieron luego en una celda junto con otras maturrangas de todos colores y sabores. Y olores. Tenían derecho a una llamada telefónica. Una de ellas llamó a su hermano y entre lágrimas lo contó lo sucedido: las habían detenido por error. Llegó el hermano al día siguiente. Contrató un abogado; ellas se declararon culpables ante un juez y pagaron la correspondiente multa. Con eso salieron de la cárcel y regresaron a sus hogares muy espichaditas, como se dice en lengua coloquial mexicana. Pasaron unos meses. Llegó el de las vacaciones. Allá va a San Antonio la señora con su marido y sus pequeños hijos. Al pedir en la frontera el permiso de internación funcionó la infalible e inexorable computadora de la oficina de Migración americana. “Usted y los niños pueden pasar -le dijo el agente al hombre-, pero la señora no”. “¿Por qué?” -se sorprendió el esposo. Respondió el hombre: “Ejerció la prostitución en el estado de Nevada, concretamente en Las Vegas, y fue por ello objeto de deportación. Le está prohibido el ingreso a este país”. No dijo nada el marido; le contó a su mujer que había habido un problema con los pasaportes de los niños. Al regresar contrató a un investigador que fue a Las Vegas y averiguó toda la historia. El esposo invitó a cenar a la otra pareja y, juntos los cuatro en un restaurante de postín, anunció de pronto: “Me voy a divorciar de ésta”. Creyeron los otros que jugaba. “Hablo en serio -repitió el otro dirigiéndose a su esposa-. Me voy a divorciar de ti”. “¿Por qué? -preguntó ella palideciendo. “Por puta” -respondió sin eufemismos el esposo. “Y creo –le dijo a su amigo- que tú también deberías divorciarte de tu mujer, por la misma causa”. Así diciendo sacó las fichas policíacas de las dos. ¡Pobres prostitutas que ni siquiera llegaron a serlo! Imagina tú el final de esta historia verdadera; ponle el desenlace que se te ocurra. Pero aplica toda tu imaginación, porque aquí sí la realidad anduvo muy imaginativa. Por mi parte debo asegurar que mi relato no tiene ninguna intención moralizante. Lejos de mí la temeraria idea de predicar contra el juego, contra la prostitución, o –menos aún- contra la policía de Las Vegas o las computadoras. A pesar de todas las prédicas la prostitución y el juego seguirán. Lo único que quise es mostrar que la vida escribe a veces cosas muy interesantes. Y ni siquiera reclama derechos de autor.