Jaywalking: Cómo el automóvil se convirtió en el rey de las calles (parte I)
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Entender el presente precisa por lo general de voltear al pasado para identificar los detonadores de las dinámicas que forman parte de nuestra realidad. Aplicar este ejercicio a la movilidad de nuestras ciudades no sólo es enormemente interesante, sino también necesario para tener claridad sobre dónde pudimos dar pasos equivocados y cómo podemos retomar el rumbo.
El periodista Héctor Zamarrón se encuentra desarrollando un libro a partir de un interesante análisis en este sentido. En una reciente charla abordó de manera detallada diversos aspectos que hemos ido relegando de la memoria colectiva y que podrían ser de enorme valor para hacer un análisis crítico de la forma en que nos desplazamos.
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Trasladémonos en nuestra imaginación a las calles de las ciudades de los últimos años del siglo 19 y el inicio del 20. Imaginemos espacios empedrados o muchas veces de tierra, desprovisto de automóviles. Un escenario dominado por personas a pie, a caballo o carretas, incluso ya con presencia de algunas bicicletas.
Ese escenario transcurría a una velocidad relativamente segura. Una carreta tirada por caballos circulaba regularmente a unos 10 kilómetros por hora. Si la urgencia del traslado lo ameritaba, podría alcanzar los 25 km/h. Una persona a caballo podría desplazarse a una velocidad similar; un trote lento a buen paso alcanzaría los 10 km/h; aunque, tal vez para necesidad de un desplazamiento veloz, a galope podría alcanzar los 45 km/h, si bien esto no era recurrente.
Evidentemente, nuestras ciudades se movían a velocidades que permitían una movilidad segura, aunque relativamente desordenada por las calles. Era común que las personas se desplazaran a media calle, cruzando en diagonal o yendo de un lado a otro sin problema, al igual que la presencia recurrente de niñas y niños jugando a sus anchas. La señal de alarma para los peatones sería el sonido de los cascos de los caballos y las ruedas de las carretas golpeando el empedrado.
Por supuesto, existían accidentes de tránsito. Una persona podía ser atropellada por alguien a caballo o por una carreta en marcha, sin embargo, esto no era tan a menudo por lo notorio del sonido de desplazamiento de estas formas de movilidad. Tal vez con la bicicleta habrían sido más frecuentes los atropellamientos por el reducido nivel de ruido que generan las dos ruedas con neumáticos introducidas a finales del siglo 19.
Los accidentes de tráfico eran de baja mortandad, daba la velocidad de los vehículos. De acuerdo con el estudio de Ashton y Mackay (1979) en Inglaterra sobre los impactos en personas atropelladas, a velocidades menores de 20 km/h, la probabilidad de muerte es muy baja. Por ello, naturalmente los señalamientos urbanos eran primordialmente para identificar calles o lugares de interés, sin requerir de semáforos o señales de control de tráfico.
Sin embargo, con la introducción del automóvil la historia cambió drásticamente. Los vehículos, como el famoso Modelo T de Ford, podían circular hasta a 70 km/h, aunque regularmente se trasladaban entre los 25 y los 35 km/h. La velocidad se convirtió en un activo de gran relevancia para las ciudades. Es por ello que las calles de tierra o las empedradas ya no eran una opción, se tenía que garantizar una superficie que permitiera una conducción más cómoda y rápida.
Con ello, las calles pavimentadas se convirtieron en un distintivo de modernidad y progreso para las ciudades, así como los vehículos se convirtieron en un símbolo de estatus. Sin embargo, existía aún un problema para el libre desplazamiento de los vehículos motorizados: los peatones. Los accidentes por atropellamiento comenzaron a ser más recurrentes y de consecuencias más lamentables, desde lesiones severas hasta la muerte.
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Hubo diversos movimientos sociales de protesta contra la proliferación de los vehículos motorizados por esta situación. En los años 20 se podía apreciar en los titulares de periódicos convocatorias ciudadanas para limitar y hasta prohibir los coches en las ciudades. Sin embargo, con la bandera de la modernidad y el progreso se logró amortiguar y hasta revertir este fenómeno.
En este contexto se adoptó el término “jaywalking” que se podría traducir como “caminar torpemente”, estigmatizando a quienes caminaban sin precaución como personas de las zonas rurales, ignorantes y poco sofisticadas. Esta campaña de ridiculización del peatón fue tremendamente efectiva, otorgándole al automóvil el sitio de mayor privilegio en la movilidad urbana.
jruiz@imaginemoscs.org