La cifra de la vergüenza
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En la semana, México llegó a las 100 mil desapariciones oficiales. El tablero del Registro de Personas Desaparecidas y No Localizadas alcanzó esa cifra oprobiosa, de vergüenza. De horror.
La cifra alcanzó el eco del secretario general de la ONU, António Guterres, quien expresó su “profunda tristeza” por la cifra y consideró que la estadística es una grave violación de los derechos humanos”.
El sufrimiento de las familias es terrible.
Hace más de 10 años en Coahuila comenzó a hacer eco un colectivo, Fuundec. A más de una década se han sumado otros colectivos y por consecuencia
más desapariciones. En Coahuila oficialmente son 3 mil 554.
¿Cómo llegamos a esta cifra? ¿Dónde quedó la indignación de una sociedad? ¿Dónde está la exigencia de una comunidad a la que le falta un hijo, un padre, una madre, un ingeniero, un plomero, un maestro, una enfermera, un vendedor, un estudiante, un vecino?
Las desapariciones son quizá una de las más profundas huellas de la fallida guerra contra el crimen organizado que comenzó
en el sexenio de Felipe
Calderón.
Recuerdo la primera marcha por la Dignidad Nacional de familias de personas desaparecidas en Reforma. El dolor, la esperanza de mostrar sus fotografías, la frustración por ser víctimas no sólo de la violencia, sino también víctimas de un Estado, de un sistema. Vinieron los primeros colectivos, las primeras reuniones, los primeros reclamos.
A propósito de la aparición en la semana del exgobernador Humberto Moreira, que no se olvide que el profesor, ese que decía que cuidaba de la gente, tardó meses en atender a las familias que iniciaron el reclamo.
Intentó manejar la colectividad mediante la creación de “padrinos” que supuestamente atenderían un caso personalmente. ¿La intención del profesor que cuidaba de la gente nunca fue buscar a los desaparecidos? ¿Siempre fue una estrategia para dar largas? ¿Por qué? Esas preguntas debería de responder.
No pasó nada. Dejó a Jorge Torres un año y todo siguió igual. Vino su hermano Rubén Moreira y prometió como prometen los políticos. Tampoco pasó nada. Llegó Miguel Riquelme y las cosas siguen igual.
Vinieron los grupos que buscan en predios, en terrenos alejados, en ejidos que pocos conocen. Porque las familias se convirtieron en buscadoras, en detectives, en ministerios públicos. Todo ante la falta de acción de un Estado rebasado, podrido, sin alma.
Que le quede claro al Estado, lo poco o mucho que se ha logrado ha sido desde la iniciativa de las familias. Lo poco a mucho que han hecho ha sido a pesar de tener un Estado incompetente.
La cultura de revictimización en las fiscalías y ministerios públicos continúa. Las búsquedas son contadas y muchas veces son simples simulaciones.
En este tiempo nos hemos enterado de que la burocracia cuesta caro y cuesta dolor, porque la burocracia, o mejor dicho la corrupción, pierde cadáveres, pierde cuerpos. Y así pasó el Estado de ser una máquina que entierra cuerpos a una máquina que exhuma cuerpos sin identidad.
AL TIRO
Las 100 mil personas desaparecidas nos obligan a cuestionar lo hecho y dejado de hacer no sólo desde la esfera política y pública, sino también como sociedad, incapaz de ser empática y solidaria ante el dolor ajeno. Obliga a cuestionar lo hecho y dejado de hacer por la iglesia, por las universidades, la iniciativa privada, los grupos organizados.
Cien mil, 100,000. Es un número redondo que retrata la tragedia, la corrupción, la impunidad. Un número redondo que nos recuerda que hay 100 mil familias con un dolor punzante, con un dolor que no las deja vivir, con una incertidumbre que las carcome día y noche. Una vergüenza.