La corneta de don Marcial
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Este señor don Marcial era nevero, el más famoso de aquella ciudad. Vendía su nieve en los diversos barrios. Anunciaba su llegada con una larga nota de corneta. Al escucharla acudía su clientela a comprar las heladas delicias que don Marcial confeccionaba.
Muy orgulloso estaba de su corneta el buen nevero. No era esa corneta un clarín militar, ni trompeta sinfónica o de jazz. Era un viejo instrumento de latón. Don Marcial lo sacó no sé de dónde y de la tal corneta podía extraer una nota nada más, pero sonora y estridente. Buena capacidad pulmonar tenía el hombre, de modo que su metálico pregón se oía en todas partes.
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Un día la señorita Chagua, mujer devota y pía, célibe, de mucha religión, le compró a don Marcial un litro de nieve de chocolate, pues iba a recibir en su casa a varias amiguitas y quiso agasajarlas con aquel manjar del cual todos gustaban.
-Oiga -le dijo la señorita Chagua al vendedor de nieve frente a los vecinos que se habían congregado en torno del carrito-. Yo voy a veces a la Colonia Miraflor, a dar el catecismo, y por allá anda otro nevero que dice que él es don Marcial.
-La engañó, señora -respondió el de la nieve.
-Señorita, si me hace usted favor -lo corrigió ella con tono de acrimonia-. Y yo no engaño.
-Estoy seguro de eso y le pido perdón -se disculpó el nevero-. Pero no hay más don Marcial que yo. No tengo sucursales; no admito socios, y a nadie he dado permiso, franquicia o autorización para vender mis nieves. Ese individuo es un hablador.
-No sé si lo sea -repitió tercamente la señorita Chagua-. Pero él dice que es don Marcial.
-¿Ah sí? -se atufó el nevero-. Pos dígale que le enseñe la corneta.
Al escuchar aquella expresión, que tanto se prestaba al doble sentido, la gente soltó una carcajada. La señorita Chagua se ruborizó. Muy enojada le dijo a don Marcial:
-¡Viejo pelado!
Y así diciendo se retiró con mucha dignidad.
A fuer de narrador veraz no me atrevo a asentar si lo que dijo el nevero fue con intención, o simplemente algo dicho en modo irreflexivo. Menos aún quiero incurrir en la pedantería de poner aquí el lema de la Orden de la Jarretera: “Honni soit qui mal y pense”. (“Caiga vergüenza sobre aquel que piense mal de esto”), frase dicha por Eduardo III de Inglaterra al recoger la liga que en los meneos de la danza se le cayó a su amante. Lo que sí sé es que a sus muchos escrúpulos de conciencia la señorita Chagua ha añadido uno más. En el altar ante el cual suele decir sus oraciones hay a ambos lados del sagrario dos ángeles puestos de rodillas en actitud de tocar sendas trompetas para anunciar la presencia del Señor. Ahora la señorita Chagua no puede ver los dichos ángeles sin pensar en la corneta de don Marcial, si ustedes me entienden. Tal cosa, obviamente, la conturba mucho, y pone en ella aflicciones de espíritu muy grandes. Le comunicó a su confesor esa íntima tribulación, y ahora también el santo sacerdote se acuerda de don Marcial cuando mira aquellos ángeles. El pensamiento, no cabe duda, juega malas pasadas. Por eso -digo yo- no es bueno pensar mucho.