La dulce trampa: de amor y adulterio

Opinión
/ 5 noviembre 2023

El adulterio es tan común en nuestra sociedad que me temo que pronto tendrá categoría de ley. La frase no es mía: la escribió Montaigne hace cinco siglos, décadas más, décadas menos. Por expresiones como ésa, de tan pasados tiempos, me da risa cuando oigo decir que en nuestra época priva la inmoralidad, y que la gente de antes era virtuosa, decente y bien portada. Me apena, aunque no mucho, decir que eso es mentira. En cosas de la cintura para abajo todo tiempo pasado fue igual. Si no me lo creen pregúntenselo a Shakespeare, a Bocaccio, al Aretino, a Chaucer, a Gonzalo de Berceo, a Rabelais o a Fernando de Rojas, acerca de cuya obra, “La Celestina”, escribió Cervantes: “Libro a mi entender divino / si encubriera más lo humano”. Todos esos autores dirán lo mismo que aquel viejo refrán: “El hombre es fuego, la mujer estopa, viene el diablo y sopla”. En el siglo 14 el Arcipreste de Hita sacó a luz estos versos, cuya ortografía respeto, pues soy muy respetuoso: “Como dice Aristóteles, cosa es verdadera, / el mundo por dos cosas trabaja: la primera / por aver mantenencia; la otra cosa era / por aver juntamiento con fembra placentera”. Y en lo tocante a las costumbres sexuales de sus coetáneos dijo: “Cartas eran venidas, dicen desta manera: / que casado ni clérigo de toda Talavera / non toviese manceba, casada nin soltera, / qualquier que la toviese descomulgado era”. Basten estas transcripciones como argumento Aquiles, o sea irrebatible, para fundar la afirmación de que los cuerpos de hombres y mujeres se atraen con más fuerza que el imán al hierro. Y esto no es cosa del diablo, sino de Dios, para el creyente, o de la naturaleza, para los agnósticos o ateos. La dulce trampa que llamamos amor es un medio para perpetuar la vida. Desde luego las lucubraciones de los autores arriba mencionados, con todo y ser eximios, no deben ser usadas para justificar descarríos o devaneos, pues hay valores que impiden cualquier forma de deslealtad. Pero advierto que estoy empezando a deslizarme por la resbalosa pendiente de la prédica moral. Paso entonces a narrar un cuento que justifique tan extensa prefación... Grande fue la sorpresa y mortificación de don Cucoldo cuando al volver a su casa en hora desusada encontró a su mujer en la alcoba connubial yogando con un sujeto que al parecer era diestro en esos menesteres, pues ni siquiera estaba llevando a cabo su indebida acción en la ortodoxa, canónica, tranquila y consagrada postura llamada “del misionero”, única a la cual los predicadores dan su visto bueno, sino en la que popularmente se conoce como “de cucharita”, cuya detallada descripción puede buscarse en libros tales como The joy of sex y otros sobre el mismo tema. La señora advirtió la llegada de su marido, y antes de que éste pudiera articular palabra se dirigió a él en los siguientes términos: “Ni me digas nada, Cucú. Tú me conoces buen, y sabes que soy algo coqueta”... Un señorcito de corta estatura, y esmirriado, se plantó en medio de la atestada cantina y lanzó esta interrogación a los presentes: “¿Quién tiene los éstos más grandes que yo?”. Al punto se levantó de su mesa un hombrón giganteo y de torosa musculatura. “Yo mero” –encaró, desafiante, al chaparrito–. Le dijo éste al tiempo que le mostraba una bolsa: “¿Me compra estos calzones? A mí me quedaron grandes”... La recién casada regresó de su viaje de bodas y le comentó a su abuela: “Fuimos de luna de miel a Estados Unidos, y te voy a contar lo que me pasó en el otro lado”. “No me lo cuentes –la detuvo la señora–. Prefiero no enterarme de esa práctica, que me parece indebida”... FIN.

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