La princesa de papá

Opinión
/ 29 septiembre 2024

Secuestraron a mi hija. Hace cinco meses ella desapareció de su habitación, sin petición de rescate ni explicación alguna. Siempre tuve miedo de que algún día ella fuera de esas niñas que salen en la televisión. Niñas que pasaron por el lugar equivocado en el momento más inoportuno y eso determinó su desenlace. Un monstruo sin piedad que no duda en destrozar la vida de una joven y de todos sus conocidos. Los sueños se hacen realidad, igual que las pesadillas.

Salí a gritar su nombre a las calles, pegué volantes, fui a la televisión y publiqué en todas las redes sociales su horripilante ausencia. Todos comentaban lo mismo: “debió estar más al pendiente como papá”.

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Yo estaba atento. Mi hija era mi princesa, la mimaba y trataba con prioridad. Tenía sus reglas y nunca le quitaba el ojo de encima. Desde que murió mi esposa he sido un paranoico. Siempre con el temor de que a mi hija le pasara lo mismo.

Todas las noches lloraba sin control, todos los días hablaba a sus fotos, todas las mañanas me subía al carro y hacía el recorrido como si fuera a dejarla a la escuela. Todos los días la extrañaba y suplicaba a dios que me la regresaran. Entré a miles de campañas, marchas y centros de ayuda. Incluso, cada que visitaba una morgue tenía la esperanza de que ahí estuviera, que hubiera escapado e intentado regresar a casa.

Siempre culpé a la policía. Tardaron mucho en llegar. Si tal vez hubieran arribado antes podrían ver al desgraciado que me la arrebató. Cuando por fin llegaron no hicieron las preguntas pertinentes, no indagaron suficiente todas las pistas. No se esforzaron acorde a la situación y lo que significa tal pérdida para mí.

—¿Cuántos años tiene su hija?

—16 casi, casi —le dije. Su expresión se tornó desinteresada y preguntó:

—¿Tenía pareja?, ¿algún novio? ¿Está seguro de que no es un acto de rebeldía adolescente?

¿Acto rebelde? ¿Novio? ¿Cómo podía preguntarme eso? Mi hija era la princesa más obediente que podía existir. Ella nunca había hecho algo semejante. Ella entendía la situación y la profunda tristeza que tenía por su madre. Por eso me acompañaba y consolaba cuando no veía un futuro para mí. Mi niña era mi razón de ser, la conocía mejor que nadie. Ella no sería capaz de irse sin más. Se la habían llevado por la fuerza, seguro que contra su voluntad.

Señor, esto es muy frecuente —dijo el oficial—. Se enamoran de algún fulano, les llena la cabeza de promesas, se escapan y la muchacha termina embarazada. El chico se asusta y la abandona. Después ella retorna a los brazos de su madre. Está bien, terminan regresando, pero no solas.

En la cara del gendarme apareció una expresión de burla, después una risa sarcástica. ¿Era esto un chiste? ¿Mi hija podría estar siendo torturada, amenazada, golpeada, abusada y él se estaba riendo? ¿Qué sentiría si su madre desapareciera un día?, ¿si su hermana fuera a la tienda un momento y ya no regresara? ¿Es que acaso tenía hijas? No, un ser que se ríe de esta situación no podía tener hijas y, si así fuera, pobres de ellas.

Cuando los oficiales se retiraron, me di cuenta de que estaba solo en esta búsqueda. Los amigos de mi hija no se interesaron lo suficiente. Una o dos semanas compartían sus anuncios, pero después de eso siguieron con sus vidas como si nada. Siempre le dije que no le convenían.

Por otra parte, todo mi mundo se fue derrumbando poco a poco. Ojeras vinieron a un rostro que era de risa fácil y estaba alegre gracias a ella. Arrugas de estrés, hinchazón en los ojos, descuido en la ropa, pérdida de peso, caída de cabello. La gente empezó a ver, lentamente, cómo un hombre que tenía una sonrisa en la boca ya no hablaba con alegría. El vecino de movimientos vivaces y buen aspecto se convertía en un recipiente sin chispa en las pupilas, emoción en la voz, ganas de moverse y entusiasmo por vivir. Ya no tenía una razón para existir, me la habían arrebatado. Esa razón que de pequeña se movía por toda la casa, se reía de todas mis bromas, me escuchaba atentamente, nunca rezongaba ni decía no; esa razón que siempre estaba dispuesta y mostrándome una sonrisa grande y hermosa a su querido padre. Esa razón me la habían quitado, después de cuidarla tanto tiempo porque tenía esa sensación: si dejaba caer a esa muñequita de cristal se rompería en pedacitos justo frente a mí.

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Los días pasaron de gris a apagados y fríos. Con el avance de las horas, me volvía más paranoico y llegó un momento donde cada vez que pasaba por una plaza, centro comercial o cualquier lugar transitado, la veía deambulando en harapos. Caminaba sin rumbo, yéndose lejos de mí.

Cuando regresé de pegar volantes un fin de semana —parte de mis actividades en días de descanso— vi a un joven alto que me causó gran impresión. Lo recordaba de algún lugar y, como yo siempre estaba buscando sospechosos, gente con la que mi hija pudiera haber interactuado, le observé con disimulo como un acto más de mi rutina. Al muchacho lo vi salir de un súper con bastante despensa. Al reflejarse el sol en sus ojos, el tipo sacó un par de lentes negros, se los puso y siguió caminando. Era él.

Dos semanas antes de la desaparición de mi hija, al recogerla de la escuela vi a ese mismo sujeto de lentes negros hablar con ella. Al verme, él se fue rápido y se perdió entre los demás alumnos. Cuando le pregunté a mi princesa quién era, ella me dijo que ese chico le había preguntado por información de un club escolar. Le llamé la atención por hablar con personas que no conocía.

Y ahora allí estaba, el mismo tipo caminando tranquilamente, con una bolsa en cada mano y tarareando una canción. Algo estaba mal con él. Lo seguí hasta lo que parecía su casa. Cuando terminé la vigilancia y regresé a mi domicilio, llamé a la escuela preguntando por ese muchacho. Me dijeron que con solo su apariencia no podían ubicarlo.

Señor, si tan solo tuviera el nombre o apellido sería más fácil; pero las características que nos da son demasiado comunes y no podemos encontrarlo.

—¿Está segura? Era alto, cabello castaño y ondulado. El día que lo vi llevaba un suéter azul con negro y sus lentes oscuros. Le preguntó a mi hija la información de un club. Directora, ayúdeme a encontrar a mi hija.

—¿Un club dice?

—Así es.

—Mire, tenemos otros asuntos y problemas con más alumnos y padres de familia. No podemos buscar esas características en todos los estudiantes de esta escuela. Pero si le sirve de algo, aquí no hay clubes de ningún tipo. La directiva los canceló hace cuatro años y desde entonces solo brindamos formación académica. Que tenga buen día.

—¿No había clubes? Entonces, ¿por qué le preguntó eso a mi hija? Si era un miembro de la escuela debió saber que no hay actividades extracurriculares. Y si no era un alumno, ¿qué hacía en la escuela para empezar? Era él, estaba seguro de que era él. El cabrón que se había llevado a mi princesa.

Regresé a la casa del malnacido y esperé afuera. Iba a matarlo, iba a tumbar la puerta e iba a golpear su cabeza contra el suelo hasta que se abriera por la mitad. Iba a hacer que pagara y después liberaría a mi hija de donde sea que la tuviera escondida. Pensaba cómo asesinarlo y una vieja salió de la casa de al lado.

—¿Busca a Matías?

¿Ese era el nombre de la lacra? ¿Matías?

—Sí, de hecho, busco a sus padres. Ya sabe, de la escuela. El joven no se ha presentado.

—Ah, no. El chico vive solo. Sus padres son de un pueblucho a las afueras y lo mandaron aquí a estudiar. ¿Usted cree? Los papás dándole una vida mejor y él no la aprovecha.

—¿Está segura de que vive solo?

Eso lo confirmaba aún más. El día que lo reconocí llevaba grandes cantidades de comida. ¿Por qué un muchacho que vive solo compraría tanta comida?

—Segura. Aunque sabe qué día vi entrar a una muchachita.

Era él.

—Bueno, no me ha abierto, así que no debe estar en casa. Volveré más tarde, muchas gracias. Me ha ayudado mucho.

—Sí, no se preocupe, que le vaya bien.

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La vieja salió y se fue en su carro. Con la vista nublada y las manos temblorosas salté la barda del jardín. Me metí al patio y busqué las ventanas. Mi respiración era agitada. Sudaba frío. Ahí estaba. Mi princesa, me la habían quitado, robado del castillo donde la tenía encerrada. Empecé a exhalar, no parpadeaba. Buscaba las ventanas. Al encontrar una estampé mi cara contra el vidrio. Quería ver algo, quería verla a ella. Tomé una piedra y la azoté varias veces contra el cristal, una y otra vez hasta que la única barrera entre mi hija y yo se rompió en pedazos.

Entré a rastras, buscando con la vista y arañándome con los residuos. Unas pupilas tan pequeñas como granos de arroz la estaban buscando. Ella estaba ahí. Sentada y con los ojos como platos.

La miré unos segundos. Segundos que me parecieron años. Ella hizo lo mismo hasta que comenzó a llorar. Estaba llorando de felicidad.La tomé rápido del brazo, abrí la puerta y salí corriendo con ella. Escapamos por la calle, buscando mi carro para irnos de nuevo a casa. Ella sollozaba débilmente.

—Suéltame... —logré oír en medio de su llanto. ¿Que la soltara?

—¡Lucero! —escuché a lo lejos. Era él, ese infeliz. Me la quería arrebatar de nuevo.

Volvimos a correr, abrí el auto rápido y la metí de golpe en el interior. Arranqué.

—Ya estás bien. Papá está aquí. Ya estás a salvo, mi princesa.

Cuando le quité la mano de su brazo, me di cuenta de que tenía un moretón por el agarre. De inmediato frené en seco.

—Mira lo que me hizo hacerte, lo siento tanto. Mi princesa de cristal.

Cuando intenté acariciarle el rostro, ella gritó como nunca:

—¡Suéltame, aléjate de mí! ¿Por qué me encontraste? Me la pasé rezando para nunca más tener que verte. Ver tu cara, subirme a este carro, ¡aléjate de mí!

Ella intentó escapar, pero yo había bloqueado la puerta y seguí manejando.

Al llegar a casa la bajé a la fuerza, mientras ella pataleaba y gritaba. Lo mismo que hizo todo el camino. Al fin en nuestro hogar, cerré la puerta tras de nosotros. Ella no podía huir por ningún lado. Las ventanas tenían cortinas de aluminio y candados. Por eso siempre me pregunté cómo es que pudo salir.

—No, no, no, ya no quiero estar aquí. ¡Estoy harta!

—Mi princesa, tú no entiend...

—¡Cállate! Si yo soy una princesa, tú eres el monstruo que me aprisiona en su torre, que me vigila todo el tiempo, que no me deja salir de casa, el que me ve con una cámara, que me observa dormir, el que no me deja tener amigos, el que si lo desobedezco me encierra tres días en ese cuarto sin luz, sin cama, sin nada. ¡Te odio! Siempre diciéndole a los demás que yo te amo como padre y que te aprecio bastante, cuando ¡eso es mentira! Todas las veces que te sonreía sólo era para que no me mandaras a ese cuarto horrible, todas las veces que te decía que sí era para que no me ataras a mi cama por temor a un escape, todas las veces que te dije que te quería era para que me dejaras ir a la escuela, salir al sol sin que estuvieras todo el tiempo viéndome. Me vistes como una niña todo el rato, me dices cómo me debo de comportar. Cuando miraste que empezaba a tener vida social alejaste de mí a todos y les llenaste la cabeza de ideas tontas a mis amigos. Cuando lo descubrí, dijiste que “no me convenían”. Sabía que estaba arruinada desde que lo viste a él. El único que se interesó verdaderamente por mí y se ofreció a ayudarme. Cuando lo viste traté de mentirte y decirte que no lo conocía; pero aun así en casa me golpeaste en el rostro, repitiéndote que yo te había obligado a hacerlo por hablarle a otro hombre que podía tentarme o hacerme daño. ¿No lo entiendes? El único que me hace daño eres tú, el único que me rompe en mil pedacitos eres tú. No soy tu princesa, ¿oíste? Cuando mamá intentó llevarme con ella le golpeaste la cabeza con un jarrón y la enterraste viva en el patio. ¿Sabes lo que es oír gritar a tu mamá todas las noches, gritar para que la saquen de la tierra? ¿Es que acaso lo entiendes?

—¿Es eso? ¿Quieres ir con tu madre?

—¿Qué?

Terror en sus ojos. No me gustaba ver eso en ella. Por eso la encerraba en el cuarto. Cada vez que ella pensaba que viviría como una princesa encerrada, yo veía terror en sus ojos. Pensándolo bien, con su madre no tendría que ver ese terror y estaría segura bajo tierra. Nadie se la podría llevar después de todo.

La jalé del cabello y la arrastré hacia el patio. Últimamente sólo gritaba.

—Las princesas no gritan —dije, decepcionado profundamente.

Le di un golpe en la cabeza con un cenicero de mármol y ella cayó inconsciente. Empecé a cavar su nueva caja. Después de todo, las princesas de porcelana venían en cajas. Luego de un rato su nuevo refugio estaba listo, justo al lado de su madre. Cuando la levanté del suelo ella despertó desorientada. Creo que por fin había entendido todo porque ahora no pataleaba, no gritaba y veía el cielo con un deseo enorme de paz.

Pensé en el muchacho por un segundo, el fiel príncipe que va al rescate de su amada. No me preocupé, lo había visto ya. La policía nunca hacía nada.

Cuando la cubrí de tierra —casi lo puedo jurar, aunque no la veía—, estaba seguro de que ella estaba sonriendo. Eso sí hacían las princesas.

FÁTIMA AZENETH SANMIGUEL DÁVILA (Cuatro Ciénegas, 2007). Estudia quinto semestre en el CBTa No. 22. Siempre le han gustado las series, películas, libros, comics y en sí cualquier cosa que le muestre un mundo nuevo. Cuando conoció el taller de literatura estaba en secundaria y desde un inicio llamó su atención, puesto que le gusta crear historias y personajes. Se interesó por la lectura, explorando artículos de trastornos mentales y casos criminales. Ganadora del VI y VII Concurso para Relato de Terror en 2022 y 2023, ha publicado mucho en La Tamalera y en VANGUARDIA.

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