La responsabilidad de los niños frente al COVID-19
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De diez años, toda ella hecha siempre unas castañuelas: alegre, juguetea con los cubiertos en la mesa a la espera de ser servido el desayuno.
Cuenta cuentos, canta, pasea su mirada de un lado a otro. Parece ajena a la plática de los adultos, ella tan en su mundo; ellos en el suyo y sus complicaciones. Ha entendido sobre el tener que guardar distancia, mucha más distancia de la que cuando iba al colegio le decían se hiciera cuando se organizaban las filas de alumnos; sabe usar la mascarilla y sin que se lo tengan que repetir, se lava las manos con frecuencia. Aprendió a saludar únicamente con sonrisas, a la distancia: nada de besos y abrazos, esos quedan sólo permitidos en los mensajes de textos ilustrados con emoticones.
Unas palabras llaman su atención, las pronuncia su madre: “No entrarán aún a clases presenciales”. “¡Cómo!”, se agita. “¡Pero si este lunes comenzamos con las clases en la escuela, nos lo dijo la maestra!”, inmediatamente replica.
La madre contesta que la disposición es reciente y que no lo había querido decir antes para no desilusionar a la niña. Esta se echa a llorar, tanto, como si su llanto pudiera lograr algo en la decisión tomada. Las lágrimas se deslizan en colorados cachetes y los ojos muestran una gran tristeza.
Esto que ocurrió hace un par de semanas, cuando el semáforo y las disposiciones impedían todavía el regreso a las clases presenciales, retrató un hecho real teniendo como protagonista a una niña que, al igual que cientos y miles como ella, anhelaba el regreso a su escuela. No se trata de abonar al discurso político. Va mucho más allá de lo que ha manifestado ese discurso un día sí y otro también, y otro no y otro también no: la volatilidad de la narrativa durante la pandemia.
Los niños sacrificaron mucho: la posibilidad de encontrarse con sus pares, el juego de los recesos, el refugio afectuoso dotado por los maestros de aula. La separación, por supuesto, era necesaria, ni duda cabe.
Pero en este contexto suenan injustas varias cosas: el discurso político que fue y vino en vaivén, la falta de información adecuada en las jornadas de aplicación de las vacunas, la irresponsabilidad del discurso al inicio de la pandemia, la misma irresponsabilidad criminal ante el avance del Ómicron denominado “Covidcito”.
Suena injusto para niños como la niña de la presente historia, el grupo de personas que irresponsablemente han dejado de tomar las medidas precautorias para enfrentar el ominoso virus: los que no usan la mascarilla; los que no se quieren vacunar. Unos y otros alargan más el tiempo para que esto al menos disminuya. Gracias a ellos, en buena medida, los efectos del virus siguen haciendo estragos.
Alargar el tiempo para que esto acabe es criminal. Es tiempo de vida. Es la vida misma.
Si la disciplina se convirtiera en un acto de solidaridad social, como lo han demostrado los millones de niños de México, las complicaciones derivadas de la enfermedad se verían sumamente debilitadas. Es conmovedor observar niños, adolescentes y jóvenes estoicos ante el uso de la mascarilla. Sin embargo, ahí se sigue, desde las esferas gubernamentales, declarando que la “gripita” no hará estragos.
¿Cuáles, entre cientos de lecciones, ha dado la pandemia? Por lo menos sería deber de la sociedad entender que las cosas no son como quisiéramos y que la dinámica es actualmente diferente. Se ha logrado inculcar esto en muchos niños.
¿Será posible que sean los adultos y los que gobiernan en el País que también lo entiendan? Ojalá un día eso fuera posible.