La usurpadora
Hay presencias que llegan a suplir las ausencias
Viene a casa de mis padres después de casi cuatro meses de ausencia. Nos vimos con gusto, nos abrazamos y fuimos a la sala a seguir con la plática. Yo me senté en el sillón individual. Después de un momento Gertrudis, la perrita adoptada hace un año, dio un salto y se acomodó en el pequeño espacio entre mis piernas y el decansabrazos.
Me vio fijamente, con una mirada acusadora; sus ojos negros y profundos me incomodaron.
-¿Por qué me ve así? -pregunté-.
-Ese es su lugar- me respondió Madre.
Seguimos platicando. Para nadie es un secreto que el calor de Monclova es cosa seria, y eso, aunado al calor del cuerpo de la perrita, me provocó una incomodidad mayor.
Miré a Gertrudis: ella seguía con la misma actitud, su mirada retadora para exigirme de manera pasivo-agresiva que me quitara de su lugar. Era una lucha de egos y mis padres no intercedieron por ninguno de los dos.
“¿Esperan que me quite de aquí y le ceda el lugar a la perrita?”, le quise preguntar a mis padres, pero no los iba a poner entre la espada y la pared a elegir entre el hijo ausente y la perrita que está todo el tiempo a su lado.
Respiré hondo, acepté mi dosis de humillación y me levanté. Gertrudis dio un par de vueltas sobre el cojín y se echó a dormir. Ni modo; esa perrita les ha dado la compañía que yo no le doy a mis padres. Bien merecido tiene ese sillón.