Liberación femenina. ¡En la madre!
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Cuando se haga la historia de la liberación femenina en México deberá mencionarse a una señora de Saltillo
El feminismo es cosa buena. No cabe duda: la mujer ha sido víctima milenaria de discriminación. Todavía algunos predicadores culpan a todas las mujeres de lo que sólo hizo una: nuestra madre Eva. Pero una cosa es el feminismo −mi respeto para las verdaderas feministas− y otra muy distinta el hembrismo, odioso equivalente vaginal del machismo.
Hace años, en Nueva York, le abrí la puerta de una tienda –al fin caballero latino– a una gringa vieja y fea para que pasara. En vez de agradecerme aquel urbano gesto la arpía me dijo estas palabras:
-Fuck you.
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La mujer tenía cara como de alce, que es animal poco agraciado, y además olía a escasez de agua. No digo esto por rencor, mal sentimiento que causa dispepsias y gastritis; lo digo porque es la verdad. De seguro aquella cabrona era hembrista. Esas horribles féminas se indignan cuando un varón las trata con cortesía. Por lo pronto ya me aprendí una maldición inglesa para decírsela a aquella anfisbena si alguna vez −Dios no lo quiera− me la vuelvo a topar en este mundo. Antes de que ella me diga cualquier cosa yo le diré:
-Screw you, bitch.
Dicho eso huiré a toda prisa, pues tengo la certidumbre de que la desgraciada pécora sería capaz de matarme de un cabronazo. La soñé anoche, y desperté bañado en sudor frío. Para volver a conciliar el sueño tuve que leer media página de “El Capital”, de Marx, que tengo siempre a mano como eficaz remedio contra el insomnio.
Cuando se haga la historia de la liberación femenina en México deberá mencionarse a una señora de Saltillo, cuyo nombre no puedo yo decir porque todavía viven aquí sus descendientes. Esa señora tenía marido bebedor. Casi todas las mujeres de los años cuarenta y cincuenta tenían maridos bebedores. En aquella época no era mal visto que los hombres fueran a la cantina y se pasaran ahí horas enteras. Lo hacían desde el mediodía hasta bien entrada la noche. Quién sabe a qué horas trabajarían esos antepasados nuestros. Su asiduidad etílica, vista en aquellos tiempos como algo natural, es algo que me incita a reír cuando oigo aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Ésa es una mentira del tamaño de las que decía AMLO o dice Trump.
Las esposas enviaban a sus hijos mayorcitos a la cantina a buscar a su padre. Entraban aquellos infortunados jovenzuelos a la taberna y se dirigían, temerosos, a su progenitor:
-Apá, que dice mi amá que aquihoras se va ir usté a la casa.
¡Ira de Dios! Un formidable mamporro castigaba aquel atrevimiento. Al golpe seguían espantosos dicterios con los cuales el furibundo señor despedía a su inocente vástago. Y es que el hombre que recibía un recado así era objeto de las burletas de sus beodos congéneres.
La señora que digo, ignorada pionera de la liberación femenina en nuestro país, no hacía tal cosa. Quiero decir que no enviaba a su hijo a la taberna. Iba ella en persona. Ante la estupefacción de los parroquianos −la cantina era un sancta sanctorum masculino al cual no tenían acceso las mujeres− entraba con paso seguro y decidido. No iba hacia donde estaba su marido, y ni siquiera lo veía. Se sentaba en un banco de la barra y con voz firme le ordenaba al aturrullado cantinero:
-Sírvame lo mismo que está tomando aquel señor.
Y señalaba a su esposo.
El infeliz marido no aguantaba aquello. Se levantaba como de rayo de la mesa, iba hacia su mujer y le decía con tono de quien se sabía vencido:
-Vámonos.
Y se iba a su casa con su señora. Si esta victoria mujeril no es liberación femenina no sé entonces qué chingaos sea.