Un mal maestro

Opinión
/ 22 febrero 2025

Don Octavio López vive en la tercera calle de Santiago, que ahora se llama de General Cepeda, en la casa donde ahora está el bello Hotel Posada San Miguel. Su casa es grande, con patio, traspatio y corral. Grande es el corral también. En él don Octavio tiene una decena de vacas lecheras que alimenta con alfalfa, y cuya leche vende al vecindario. La alfalfa se la lleva un hombre en un carro tirado por un caballo viejo. El hombre, viejo también, va dormido siempre en el pescante. Cuando llega a la casa de don Octavio el caballo se detiene. Despierta el hombre y se pone a descargar la alfalfa. Entonces el caballo se duerme. Cuando el hombre acaba su tarea vuelve a subir al carromato y se duerme otra vez. Entonces el caballo despierta y prosigue la marcha.

Don Octavio López tiene dos hijas y un hijo. El hijo se llama Octavio, como él. Es un joven enteco y enfermizo. Padece un asma que no lo deja respirar y que de día y de noche lo atosiga. Por eso lleva consigo siempre un pequeño frasco lleno de un líquido medicinal. El frasco tiene adosado un globo de hule que cuando se le oprime hace salir un rocío que calma la asfixiante tos de Octavio hijo. Este muchacho nunca se va a casar: morirá célibe, como sus dos hermanas.

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Ellas se llaman María y Luz. Así las nombra don Octavio. Cuando quiere algo les grita:

-¡María! ¡Luz!

Y acuden las dos, presurosas, a ver qué quiere el padre viudo.

Lucita y Mariquita –así las llama el vecindario- visten largas sayas luctuosas que llegan hasta el suelo. Van todos los días a misa y al rosario en San Juan Nepomuceno. Esas son sus únicas salidas. Octavio, el hermano, jamás sale de casa. A veces aparece en la puerta de la calle, y ahí se queda un rato, viendo pasar a la gente. Luego empieza a toser, da la espalda y cierra la puerta tras de sí.

Don Octavio padre es profesor de Matemáticas. Enseña esa dificilísima materia, tan fácil, en el Ateneo Fuente. Sus alumnos no lo quieren. Tampoco lo admiran. Le tienen miedo. Don Octavio cree que los estudiantes lo respetan, pero no: le temen. Y es que don Octavio piensa que ser un buen maestro consiste en ser temible. Para inspirar temor reprueba a todos sus alumnos. Les pone complicados problemas; colma de abstrusas fórmulas el pizarrón. Si un estudiante le hace una pregunta él se enfurece y lo llama imbécil. Así, nadie pregunta. El día del examen se presentan los muchachos como al Juicio Final. Don Octavio, más feroz que nunca, pasea la mirada como un Zeus sobre los angustiados escolares, y se siente señor del universo.

No lo es. Es sólo un pobre hombre que tiene algunas vacas y tres hijos, enfermo el hijo y perpetuas doncellas las dos hijas. Nadie lo quiere, nadie. Le tienen miedo todos, incluso sus tres hijos. Morirá don Octavio López y casi nadie irá a su entierro. Uno de los alumnos, a quien por cierto reprobó también, escribirá sobre él algunos terribles párrafos vindicativos. Ese antiguo alumno se llama Artemio de Valle Arizpe. Nadie dirá de don Octavio una palabra amable. Cuando llegue el día del Juicio Final este mal profesor temblará como hacía temblar a sus discípulos. No sabe que el buen Dios ama a sus hijos. A todos los ama, y a todos los admitirá en su casa, hasta a los que fueron malos maestros de Matemáticas y hallaban gozo en reprobar a sus alumnos en vez de hallar felicidad en enseñarles bien.

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