Los frijoles de Anastasia

Opinión
/ 3 diciembre 2025

Contra la censura, la picardía; contra la hipocresía, el ludismo. Si la alta inquisición censura, el bajo aldeano, el peladito se burla desde su rusticidad festiva. El mexicano nacional, en oposición al mexicano colonizado —o peor aún: auto colonizado—, llama a las cosas por su nombre: al pan, pan, recurriendo a la picardía para eludir la censura. Pero, hay que subrayarlo, picardía sin ofensa, sin injuriar ni calumniar. Se apela a la picardía como torneo de ingenio, inteligencia y humor, una lid entre la franqueza y la dureza, para decir sin decir, y que lo entienda el entendido.

El arte de la picardía es un arte mayor de abundantes frutos en México que florece en la medida y en respuesta a los ataques. La picardía teje lazos de identidad y de resistencia cultural. El que no lo cacha se queda sin jugar. Sus antecedentes se pierden en las tinieblas del tiempo y del anonimato, por lo que las letras, literalmente del dominio público, cambian conforme los intérpretes, las regiones y los momentos. Un lindo ejemplo es la chilena La sanmarqueña, de 1929, del sacerdote Emilio Vázquez Jiménez, párroco de San Marcos, Guerrero, quien la escribiera para su concubina Eleuteria Genchi (Enciclopedia Guerrerense). La retomó su coterráneo Juan Pavón, agregó unas estrofas que habría de matizar con un toque de incipiente picardía el también guerrerense José Agustín Ramírez, tío del escritor homónimo.

Véase un ejemplo de los pudibundos versos del sacerdote a su querida:

“Si tú me amaras, morena, / en la arena había de estar; / qué más gloria yo quisiera, / ni pudiera conquistar.”

Una de las estrofas agregadas es ésta:

“No me lo niegues, ingrata, / que me mata tu desdén; / dámelo, linda, preciosa, / como rosa del edén.”

Al quedar indeterminado el objeto de la demanda, se deja en libertad a la imaginación, incluso para acentuar la ambigüedad. Así, años después encontramos una versión más decidida:

“Dame lo que yo te pido, que no te pido la vida / Dame lo que yo te pido, que no te pido la vida / Un beso de tu boquita, de tu boquita encendida”.

Y así hasta llegar a lo explícito en la versión de Lila Downs:

“Dame lo que yo te pido / que no te pido la vida. / De la cintura pa´ bajo, / de la rodilla pa´ arriba,” (Al chile, Sony Music, 2019)

Ejercicios de jocosa evolución musical se encuentran en Los hermanos Pinzones, atribuido al ignoto Juan Antonio Hernández; o en Cubanito soy señores, popularizada por Los Guaracheros de Oriente. A estos dos ejemplos se pueden reunir cientos de canciones contenidas en álbumes enteros como Sólo para adultos, excepcional álbum de Víctor Yturbe Pirulí (1967), Sones picantes del conjunto Villa del mar de Ángel Valencia (1970), Canciones picarescas, de Los Morales (1986) (conjunto a menudo acompañante de Óscar Chávez). Puras rancheras de relajo de Antonio Aguilar (1980), Trovas y canciones verdes y picantes (1997)

Sin embargo, el más grande, el pícaro más acabado, fue el capitalino Salvador Chava Flores Rivera (1920-1987). De fina verba lírica, habilísimo tejedor de imágenes sugerentes, humorista, bribón, como diría mi abue, absolutamente incapaz de ofender aún a sus enemigos, Chava Flores elevó a obra de arte el albur y la picardía.

Agudo, sin la pirotecnia intelectual de Paz, ni el follaje retórico de Monsiváis, Chava Flores dio nombre a las cosas que pensamos, a la travesura socarrona con un guiño musical políticamente incorrecto. Por sus casi 200 canciones desfilan noches de boda, cortejos, desilusiones, muertes y muertos, políticos, crítica social, amor y desamor. En Voy en el metro, Las gladiolas o La vecindad de la Lupe opina sobre la modernidad capitalina. En El retrato de Manuela, La Bartola, La interesada, La chilindrina, revisa las vicisitudes del amor; o aborda la infancia en Pichicuás, El bautizo de Cleto y la bellísima Mi México de ayer, todas rebosantes de humor, admiración y respeto. Hay otra vertiente, la de la broma carnal, desde moderadamente candorosa hasta abiertamente alburera. Tomando té, Los aguaceros de mayo, El baile de tejeringo, son ejemplo de lo primero. Y para ilustrar lo segundo está La puerca, y desde luego

Los frijoles de Anastasia, primoroso ejercicio de albur del que les dejo un pedacito:

Los frijoles de Anastacia / se los ha comido el gato / s’a como ‘stamos a cuatro / s’a que gato tan sacon / si no es gato es por que es gata / pues ya esta en su menopausea / pa’ frijoles Anastacia / y pa’ flojo un servidor.

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