Este amigo mío tenía una hernia inguinal. Poco dado a cuidar de su salud –la mayoría de los hombres solemos preocuparnos más del estado de nuestro coche que del nuestro–, había dejado que la dicha hernia le creciera en modo tal que llamaba la atención de quienes veían aquella fenomenal protuberancia. Tantas voces de advertencia oyó que por fin fue a consultar a un médico. El facultativo le indicó que corría grave riesgo, hasta de la vida. Debía someterse lo antes posible a una intervención quirúrgica. No sin temor, el paciente acató la sugerencia y el cirujano le extirpó la hernia con buen éxito. Días después de la operación visité a mi amigo en su cuarto de hospital. Me narró sin escatimar detalles de su experiencia, según suelen hacer los operados, y al final me preguntó: “¿Sabes qué fue lo primero que hice cuando tuve ya libertad de movimientos? Me senté al borde de la cama y me puse la ésta en la palma de la mano. Tenía más de 20 años de no verla”. Tras una pausa declaró con honda ternura: “¡Vieras qué bonita!”... Mis cuatro lectores, avezados, avisados y avispados como son, habrán adivinado ya qué era “la ésta”. Desde luego es aplicable aquí la máxima según la cual cada viejito alaba su bordoncito. Hay quienes, sin embargo, no están contentos con el suyo. En el baño de vapor cierto señorcito observó a un hombre de estatura procerosa dueño de una “ésta” de tamaño igualmente significativo. Le dijo lleno de admiración: “¡Qué generosa fue con usted la naturaleza! Le dio un atributo del cual puede ufanarse legítimamente. En cambio conmigo se mostró avara, cicatera. Mire usted qué pequeñez la mía”. El bien dotado le preguntó al poco guarnecido: “Perdone la indiscreción. La suya ¿funciona bien?”. Respondió el interrogado: “En eso no tengo queja alguna, ni la ha tenido ninguna de las damas con quienes he tratado. A la primera clarinada se pone en aptitud de combatir con brío esas batallas que al decir de Góngora se libran en campos de pluma, culterana alusión a los colchones. Mi parte, aunque diminuta en comparación con la de usted, funciona siempre. Jamás me ha hecho quedar mal”. Pidió el otro con suplicante voz: “¿Cambiamos?”... Contrariamente a lo que algunos piensan, el arroz de la sucesión presidencial no se ha cocido. Una cosa son las encuestas; otra muy diferente son las urnas. Sea quien sea la ganadora en la contienda, Gálvez o Sheinbaum –se les cita por orden alfabético–, los mexicanos pedimos un cambio que nos haga olvidar el actual sexenio, uno de los que más y mayores males han acarreado a este país. No queremos más caprichosas –y costosas– ocurrencias; no queremos más ilegalidades; no queremos más ataques contra las instituciones en las cuales se finca la democracia; no queremos más polarización ni divisiones entre los mexicanos; no queremos más militarismo: no queremos más ataques a quienes ejercen su derecho a disentir; no queremos más tolerancia a los grupos criminales; no queremos más corrupción con disfraz de “honestidad valiente” ni otros dispendios aberrantes vestidos de “austeridad republicana”. Tampoco queremos megalomanías que devienen en autoritarismos caciquiles, ni supuestas transformaciones que han sido en verdad deformaciones. Confiamos en que eso del empoderamiento de la mujer se hará verdad en la conducta de la próxima Presidenta de México, y que sea quien sea hará que el actual caudillo se vaya a rumiar sus frustraciones a su rancho de altisonante nombre, de manera que su paso por el poder quede sólo como un mal recuerdo semejante al que dejaron otros mandatarios ególatras y absolutistas... FIN.
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